Capítulo XI. Entre el Cielo y el Infierno

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Noviembre, 341 después de la Catástrofe

La mañana siguiente me desperté desorientado al escuchar unos golpes extraños, y me di cuenta de que alguien estaba llamando a la puerta. Apareció ante mí el sacerdote Schäfer sujetando un paraguas abierto. Me pregunté si seguiría soñando.

«Menudas pesadillas estoy teniendo últimamente».

—Tápale eso. —Había venido a critic... digo, a ver cómo estaba yendo el trabajo. Al parecer, no confiaba en mi estilo, y tenía toda la razón—. No puede ir enseñando sus partes por ahí. Le dejé bien claro a esa mujer que no quería desnudos.

Peter amaba el arte —si era religioso—, pero no toleraba el cuerpo humano tal y como su Dios lo había creado. Decía que mostrar aquella parte del ser humano, aquella puerta hacia el pecado, lo deshonraba, porque hacía referencia al placer carnal que llevaba a hombres y mujeres a cometer crímenes pasionales y perversiones de toda índole. Y la Iglesia era una institución respetable, y Peter un sacerdote conservador.

—Le dijo claramente que nada de desnudos femeninos. No dijo nada sobre penes.

—¡Vigila ese vocabulario, canalla! —exclamó, escandalizado, y besó la cruz que colgada de su pecho. Bueno, esto me lo he inventado yo, pero solo habría faltado.

Me exasperaba aquel hombre. Provocarle me hacía sentir que compensaba parte del daño que hacía con sus palabras y la impotencia que me daba no poder sincerarme con él porque era mi cliente. La última vez que nos vimos me había dicho que llevaba al demonio dentro, que era un ángel caído. Y encima, a la que me descuido, se pone a criticar las demás obras allí presentes.

—Le enseñó un boceto. Dijo que le parecía bien.

—Se lo enseñó al diácono, por eso he venido.

—¿Y qué quiere que haga ahora, señor Schäfer? ¿Se lo cubro con una sábana?

—Haz lo que te dé la gana, pero tápale eso.

—Le repito que eso es un pene. No puedo quitárselo sin más, ¿quiere que sea realista o una farsa? Además, lo he hecho bastante pequeño para que nadie repare en él.

—Me da igual lo pequeño o grande que sea, quiero que desaparezca de mi vista.

Suspiré. Caminé con mi bastón hasta el patio donde tenía la ropa tendida y cogí un mantel. Volví al taller y lo extendí con cuidado sobre la estatua. El victorioso Moiséis, liberador del pueblo, sabio icono, ya no enseñaba su vergüenza. Peter se dio cuenta de que me burlaba de él.

—¿Me estás tomando el pelo?

—No, señor, solo quiero que entienda que ya no tiene solución. Vanda le mostró un boceto al diácono porque usted no estaba en el momento en que había concertado una cita con ella, y dijo que le parecería bien, y yo procedí. Puedo arreglarlo, pero le va a costar más tiempo y dinero.

El sacerdote estaba empezando a perder la paciencia. Se tocó la frente con la punta de los dedos y presionó. Se le había hinchado la vena del cuello y tenía la cara roja.

—Bauer, hace dos meses que enterré a mi tío, y quiero ver su tumba con la dignidad que se merece. Me da igual cómo lo hagas, pero arréglalo ya.

Respiré hondo, de brazos cruzados. Me dio algo de lástima. No pensaba ceder, sabía que la única solución posible era horrorosa y no hablaba bien de mi técnica, pero no tuve otra opción.

—Intentaré formar una hoja... Pero va a quedar un poco mal.

—Me da igual. Termínalo de una maldita vez.

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