Capítulo XIII. La enésima reconciliación

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Noviembre, 341 después de la Catástrofe

Darek no había muerto, pero deseé que lo estuviera. Deseé no haber hablado nunca con él otra vez y, ya de paso, poder borrar su recuerdo de mi memoria. Me seguía atormentando incluso después de haberse ido. Y lo peor es que no se había ido en realidad.

Me desperté en el pasillo, frente a la puerta por donde había entrado al Infierno. Vi la cruz que me había prestado Peter y que el demonio me había hecho quitarme y me reí.

«No he cambiado para nada, todo me sale mal».

Tras un momento de agonía, cogí la cruz y me incorporé, mareado y débil, y volví a mi taller. Había fracasado estrepitosamente —tal y como era de esperar—, pero en ese momento me daba lo mismo. Lo único que quería era llegar al taller, lavarme la cara y acostarme.

Cuando salí del Subsuelo estaba lleno de ira. Durante el camino no pude dejar de sentirme estúpido, porque aunque ya sabía que no era buena idea volver a verle, en el fondo me había ilusionado saber que no podía librarme, porque una parte de mí quería que las cosas volviesen a ser como antes, recordar el pasado y retomar el contacto con él.

«Pero, qué idiota eres, ese monstruo con su cara no es él. Nunca volverá. No habrán más domingos de misa esperando a que salga, no volveréis a tumbaros en la hierba juntos, como antes. Eso ya se ha terminado. Darek está muerto».

En cuanto llegué al taller enganché el bastón en el primer sitio que encontré y me senté en la cocina. Me agarré la cabeza y me froté la cara, intentando tranquilizarme, y volví a levantarme para hacerme una infusión.

Los utensilios limpios estaban apilados en la encimera y, cuando tiré del asa de la tetera para extraerla del fondo de la pila, se cayeron los cazos, sartenes, vasos y platos al suelo y armé un estropicio.

Entonces exploté en cólera, lancé la tetera por los aires, le di al Moisés de Peter y le rompí la nariz.

«Mierda». Fue todo lo que podía pensar en aquel momento.

Fui a comprobar la gravedad de mi metedura de pata. El mármol resistió bastante bien el golpe, pero había hecho un buen boquete notable desde la distancia. Retiré los restos hechos arenilla, había quedado un feo hueco en un costado y la punta de la nariz.

Me eché una mano a la cabeza. «¿Y ahora qué?» No quería hacer eso. Llevaba casi tres meses trabajando en ella, ya había solucionado lo de la hoja, y ahora esto. Quise echarle la culpa al demonio, pero sabía que había sido todo por mi reacción desmedida. Y aunque podía haber existido una posibilidad de arreglarlo, en ese momento estaba tan angustiado, nervioso y fuera de mí que no era capaz de verla. Así que me eché al suelo y, hecho un ovillo, apreté los dientes para contener la profunda rabia que corría dentro de mí y, cuando se extinguió, fui capaz de pensar con claridad.

Entonces me levanté. Respiré hondo en cada movimiento. Y antes de separarme de la estatua, no sé qué me pasó, tuve el impulso incontrolable de golpearla repetidamente hasta que me sangraron los nudillos y me eché a llorar.

Volví a la cocina, recogí el estropicio entre lágrimas y encendí los fogones para prepararme la infusión. Mientras esperaba a que se calentara el agua, vertí un chorro de vodka en un vaso y me lo bebí de un trago y, no habiendo quedado satisfecho, le di otro trago a la botella.

La sensación de desespero no desaparecía. Con la ultima lágrima, eché un vistazo a mi alrededor, y como una sugerencia mi vista se topó con un refulgente cuchillo afilado. Supe en seguida lo que tenía que hacer, y me dirigí cojeando hacia el almacén, donde guardaba, bajo una sábana, el último recuerdo bueno que conservaba de Darek.

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