PREFACIO

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Cuatrocientos... 

Quinientos...

¿Cuántos días llevo aquí? Perdí la cuenta hace mucho. Siento que he pasado una eternidad en este lugar. Me acostumbré al olor del sufrimiento, a la ausencia de luz solar y a las noches de insomnio. Me adapté a vivir contra todo pronóstico y a soportar torturas que, en vez de matarme, solo me vuelven más fuerte.

Y más furioso.

Y más sediento de sangre.

Por más que intento buscar motivos para seguir viviendo, todo lo que me aferra a la existencia se encuentra muy lejos de donde estoy. Cabe la posibilidad de que ya no existan tales motivos para luchar, sus vidas pudieron extinguirse hace tiempo así como mi libertad.

Sé muy poco sobre el exterior. Tengo mil dudas, como ¿habrá mejorado nuestro mundo? ¿Sigue siendo igual de injusto o es peor?

No hay belleza que admirar en este infierno. Ni siquiera en los escuálidos rostros de los demás cautivos encuentro algo digno por lo que respirar. Lo único que me mantiene con vida es la esperanza de huir, de regresar a casa y de reencontrarme con mis seres queridos.

Desearía que las cosas fuesen diferentes. Desería renunciar a mi lealtad y poder revelar los secretos que mis captores no pueden averiguar mediante sus torturas. Desearía dejar de luchar, convertirme en un traidor y confesarles lo que quieren saber... pero no puedo. El amor me obliga a ser leal. Si renuncio a este sentimiento, habré renunciado a la vida, y soy demasiado testarudo para morir.

Demasiado cobarde para dejarlo.

En cada segundo del día pienso en su rostro. Imagino que me sonríe, que me contempla con el cariño que acostumbraba, que me echa a volar con sus ojos penetrantes. Recordarlo me entrega esperanzas a pesar de que poco a poco olvido su aspecto. ¿Dista mucho su imagen actual de la que tengo en mente? ¿Habrá cambiado de tal forma que ahora luce irreconocible? ¿Mantiene esas manías que tanto me gustaban o ya no se parece en nada al chico del que me enamoré?

Sobre todas las preguntas inocentes, hay una que me aterra y que me priva el sueño por las noches: ¿Me seguirá queriendo del mismo modo en que yo lo quiero a él?

Mis recuerdos son interrumpidos al escuchar la voz femenina del interlocutor de mi habitación. Esta anuncia lo siguiente:

—Hora de comer.

Que la comida sea traída quiere decir que no me llevarán al comedor. No es de extrañar. Seguro se trata de otra de las torturas que debo soportar día tras día.

La puerta se abre. Un guardia ingresa en mi habitación: su nombre es Wallace. Entre el centenar de uniformados, él es quien más frecuenta mi celda. En una mano trae un vaso y en otra un plato de arroz. Hoy ha de ser jueves, los jueves siempre toca arroz casi crudo.

El guardia deja el plato y el vaso en el suelo con absoluto cuidado, lo que nunca deja de sorprenderme. Hay días en los que arrojan la comida al suelo y me obligan a comerla directamente del piso cual perro hambriento, y como el hambre es insoportable, no me queda más opción que obedecer.

Permanezco sentado en el suelo contra la pared. Soy incapaz de moverme. Wallace deambula por la celda con un andar autoritario, se cruza de brazos y me escruta con diversión. Por más que llevo un largo tiempo aquí, mi cuerpo aún tirita sin control ante la presencia de los uniformados. El miedo siempre ha sido el vencedor. Por suerte, mis recuerdos más preciados me entregan el coraje necesario para no renunciar, pero no el suficiente como para no temblar de miedo frente a los guardias.

—Hora de comer, perrito —dice él frente a mí—. Hoy he sido un buen chico y he dejado tu comida en el suelo sin desparramarla. Espero que aprecies mi gesto de humanidad.

Me gustaría tener el valor para exigirle que no volviera a mencionar la palabra "humanidad" como si supiera su significado. 

—¿Qué esperas? ¡A comer, dije! —grita, perdiendo la paciencia.

Gateo con temor hacia el plato. Poco antes de alcanzar mi comida, él se agacha, me obliga a detenerme y atrae su rostro a unos cuantos centímetros del mío.

—Antes de comer, la pregunta rutinaria: ¿Vas a cooperar?

La pregunta que nos hacen cada día, cuya respuesta es siempre la misma: no. No voy a "cooperar". No arriesgaré la vida de los que quiero. No dejaré que ganen la batalla.

Niego con la cabeza. Él se enfurece tal como hace días. Me agarra del pelo y hunde mi rostro sobre el plato de arroz. Me ahogo, pero no me resisto. Hacerlo solo incrementaría su ira.

Me libera al menos un minuto después. Me arden los pulmones, mi pecho se contrae con violencia en busca de oxígeno. Toso una y otra vez sin quitarme los granos de arroz del rostro; apartarlos delante de él podría alimentar su ira.

—¿Hasta cuándo seguirás negándote a cooperar? —inquiere, furioso—. ¿Hasta cuándo seguirás siendo tan imbécil?

No digo nada. Me concentro en recuperar el aire y en mantener la cabeza gacha. 

—Mírame cuando te hablo —exige.

Alzo la mirada con lentitud y lo descubro muy cerca de mí.

—Podrías evitar todo este sufrimiento —susurra—. Hoy mismo podrías salir de aquí y tener una vida normal. Si aceptas cooperar, toda tu agonía llegará a su fin.

Miente. Sé lo que sucede con los que aceptan cooperar: los matan el mismo día. Lo descubrí hace meses gracias a otro cautivo. Y, aunque en verdad fueran a liberarme, por nada del mundo arriesgaría vidas inocentes.

Prefiero morir que poner en peligro la integridad de los demás.

—¿Qué dices? —insiste Wallace—. ¿Quieres cooperar?

Vuelvo a negar. Él me da una patada en el estómago, maldice un par de veces y se dispone a abandonar la habitación. Antes de salir, se detiene junto a la puerta y me dirige otra gélida y estremecedora mirada.

—Que disfrutes tu almuerzo —ríe con crueldad—. Y que tengas un grandioso día más de vida y sufrimiento, Michael.

Progresivos [Prohibidos #2] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora