Capítulo 5

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Zeihar

Los fríos ojos azules de Zeihar brillaron por primera vez en mucho tiempo, fruto de un evidente desconcierto: aquella negativa le había cogido totalmente de imprevisto. Estaba más que acostumbrado a que su influjo sobre los humanos funcionara sin si quiera esforzarse realmente para ello. No necesitaba más que mantener el contacto visual, a veces ni eso, para convertir sus palabras en un hechizo sutil e irresistible, una orden encantadora.

Esa era su forma de cazar: se aventuraba a través de los rincones más hermosos de la ciudad, en busca de alguna presa que llamara realmente su atención. Solían gustarle los jóvenes y bohemios, aquellos que denotaban algún tipo de atractivo artístico en sus gestos y maneras. Entonces, solo tenía que dejar que su presencia embriagadora fluyera para desplegar todo su poder y conquistar su alimento.

Y en medio de aquel mar de rosas, aquella muchacha, sentada al borde de la fuente, se le había antojado un manjar perfecto: hermosa, algo melancólica, y con una flor de pétalos negros entre las manos. Por eso había engatusado a su acompañante, para después convencerla de que tenía que marcharse, y acercarse a su objetivo.

Sin embargo, esa joven, una humana insignificante, una hormiga más en aquella vulgar maraña de insectos, acababa de responderle con una tajante negativa. Durante unos instantes, la inexpresividad de su semblante porcelánico desapareció, incapaz de ocultar su confusión.

Esta dio paso al enfado, al sentir que él, un hijo de la noche y la eternidad, estaba recibiendo un ultraje por parte de una simple mortal, que ahora volvía a mirarle fijamente, con aquellos ojos extrañamente verdes. Seguramente, ella se había percatado de su molestia porque, aunque no se lo hubiera pedido, rompió el silencio con una repentina explicación:

—Si dijera que sí, usted se alimentaría de mí en un lugar sin testigos para después matarme —a pesar de esas palabras, su voz no sonaba enfadada. Y, de hecho, Zeihar tuvo que admitir para sí mismo que la humana camuflaba bastante bien esa leve nota de miedo bajo un tono aparentemente calmado—. Y la verdad, señor Lebesle, es que quiero vivir —no sonó a una burla ni nada parecido—. También podría matarme usted aquí, claro... Pero deduzco por su anterior intento que gusta de ser discreto.

—No tenía intención de mataros —no supo muy bien por qué le daba esa explicación, por sincera que esta fuera. Tal vez porque le ponía nervioso ver a tantos humanos pasear con aquellos vidrios negros que, según le había explicado Marco, tenían la capacidad de captar en imágenes y sonido cualquier cosa—. Sencillamente, no recordaríais nada después.

—O sí —sugirió ella.

—O sí —asintió el vampiro. Dadas las circunstancias, tenía que concedérselo: no tenía ni idea de si podía afectar o no a su memoria. Y, con más de un milenio de existencia a sus espaldas, solo había conocido a un clase de personas capaces de algo así—¿Sois... una cazadora?

—No.

Un nuevo silencio se extendió entre ellos, tan solo interrumpido por el caer del agua de la fuente y las voces de los transeúntes, que paseaban por el mercado sin prestarles demasiada atención. La cálida brisa nocturna acariciaba con suavidad sus dos figuras, y arrastró hacia Zeihar el dulce aroma de la mujer, impregnado con el perfume de las rosas que llenaban el ambiente. 

A pesar de seguir desconcertado, el enfado del vampiro se había diluido considerablemente, dando paso a una inquietante mezcla de curiosidad y preocupación: ella podía estar mintiendo. Y, por enorme que fuera el ego de un vampiro milenario, Zeihar no era estúpido. A los suyos los cazaban. De no ser así, no tendrían por qué vivir en las sombras.

—Puede estar usted tranquilo. No tengo nada en su contra —dijo ella, volviendo a darle una explicación a aquellas dudas que nunca había sacado de su mente. Si no fuese imposible, el inmortal creería que estaba leyéndole el pensamiento—. Como ya le he dicho, lo único que quiero es seguir con vida. Nada más.

—Entiendo —fue lo único que alcanzó a responder, aunque no tuviera claro si realmente lo comprendía—. ¿Cómo lo habéis logrado entonces?

—No es necesario dedicarse a cazar vampiros para aprender a resistirse a sus trucos —respondió ella, y en su semblante juvenil pudo adivinarse un esbozo de sonrisa—. Un vampiro me enseñó.

Aquella respuesta le resultó todavía más sorprendente. La realidad era que, cazadora o no, un vampiro tan viejo como él lo era tendría que poder afectar incluso a un humano entrenado. Tenía que haber algo más. Pero el hecho de que otro inmortal le hubiera enseñado aquello, aunque siguiera siendo una explicación incompleta, hizo que su preocupación disminuyera ligeramente.

Pese a que la mayoría de los mortales desconociera la existencia de los vampiros, lo cierto es que, mal que les pesase, dependían de ellos, no solo para alimentarse, sino para que realizasen en su nombre cualquier gestión que tuviera que llevarse a cabo durante el día. Por eso, la mayoría de hijos de la noche, Zeihar incluido, tenían humanos a su servicio. Y había una regla no escrita: respetar al rebaño de otros inmortales.

—Os pido disculpas, señorita... —el vampiro realizó una leve inclinación. Lo cierto es que se sentía bastante cómodo en su disfraz romántico. Encajaba tanto con él, que a veces se lo creía—. Mi intención nunca fue la de ofender a uno de mis semejantes.

—No lo ha hecho, puede estar usted tranquilo —la joven se levantó, devolviéndole la inclinación—. Espero que tenga usted una buena noche... Y que su apetito se vea satisfecho.

Zeihar observó como su presa se perdía entonces entre la multitud. De alguna forma, estaba convencido de que la mujer ocultaba algo. No era una asistente, ni una criada, ni una muñeca de sangre. Estaba seguro de ello. Y por muy instruida que estuviera, lo que había hecho no era normal. Aquello era, sin lugar a dudas, lo más insólito y extraño que le había ocurrido desde mucho antes de su último letargo...

Y de repente, su condenada existencia, que en los últimos siglos había estado motivada únicamente por la búsqueda de la Rosa, encontró un nuevo estímulo: la curiosidad.

Con esa nueva determinación llenando parte del vacío, Zeihar regresó a su hogar, acompañado por el aroma de las flores que vestían Grasse. A pesar de que en muchos aspectos aquel nuevo mundo de los humanos le desagradaba e incomodaba, tenía que admitir que iniciativas como llenar una ciudad de rosas eran todo un acierto.

En un abrir y cerrar de ojos, llegó hasta su mansión. Un precioso edificio con siglos de antigüedad, que el vampiro no paraba de preguntarse cómo su hermano había osado alquilar a vulgares turistas. Por fortuna, Marco había tenido a bien guardar las obras de arte en una caja fuerte del banco, y ahora que la casa volvía a estar ocupada por alguien de la familia, estas ornamentaban de nuevo el interior de la vivienda.

Salvo las adquisiciones que Marco había instalado durante su ausencia, y las pertenencias de Albert, todo allí era antiguo. Los muebles, las habitaciones, el jardín cuya rosaleda había sido cuidada y mantenida durante todo aquel tiempo... Todo. Y allí, Zeihar podía sentirse más real, como si todo encajase con él.

Una vez en la comodidad de su aterciopelado diván borgoña, Albert salió a su encuentro. Era un muchacho joven, con el cabello oscuro ondulado y desordenado, barba, ojos castaños y gafas redondeadas. A veces vestía parecido a cómo lo hacía su hermano. Nunca hablaba salvo que Zeihar lo hiciera primero, o cuando era muy necesario.

—Quiero cenar —se limitó a ordenar Zeihar, con la mirada perdida en uno de los cuadros que descansaban sobre la pared de la chimenea apagada. El chico asintió, y no tardó en traerle una copa llena gracias a una de las bolsas con las que Marco se había encargado de abastecer aquel artilugio llamado nevera—. ¿Podriáis ponerme en contacto con Marco? —Le preguntó, mientras degustaba la sangre con calma.

—Claro, señór Lebesle... Deme un segundo —el muchacho sacó uno de esos espejos oscuros del bolsillo, iluminándolo y toqueteándolo, para acto seguido llevárselo a la oreja. Zeihar le observaba con aparente desinterés—. Hum... Lo siento, señor, pero su hermano no contesta... ¿Quiere dejarme el recado y que se lo de más tarde? O tal vez ayudarle yo... —El vampiro miró largamente al joven, y se quedó pensativo unos instantes... ¿Por qué no? Si Albert tenía los mismos intereses que su hermano, y así lo parecía, seguramente compartirían también algunos conocimientos.

—Necesito que averigüéis todo lo que podáis sobre una persona... ¿Os veis en la tesitura de poder conseguirlo? 

Crónicas de la Rosa I: Pétalos de SangreOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz