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Estoy infectada

A veces ni una buena taza de café te salva para quitar de tu cara la amarga sensación de despertar temprano un lunes por la mañana. Yo sin mi café diario me vuelvo una zombi come cerebros que escupe fuego por la boca (o al menos eso me han dicho mis hermanos).

Hoy no es la excepción; voy arrastrando los pies por el suelo de cerámica barata y hablo en monosílabos mientras retiro la lagaña de mis ojos. Anoche volví a quedarme dormida con el maquillaje y la ropa puesta, y como hablo mientras duermo, mis cuerdas vocales amanecen doloridas y mis labios lucen agrietados y resecos.

Voy directo a la cocina en busca de un vaso de agua y mi ración diaria de cafeína.

Detesto los lunes.

—Pareces una vagabunda —dice Rowen, el menor de mis hermanos.

Tiene siete años y está en la etapa de no moderar sus comentarios, o nada de lo que le pase por la cabeza en ese momento, sea bueno o malo.

Él está sentado en la mesa de la cocina, comiendo cereal Froot Loops mientras mira las caricaturas. Sus pies cuelgan de la silla y los mece de un lado a otro.

—¿Eh? —exclamo. No tengo fuerza para hablar en frases completas.

Me dirijo a tientas hacia la refrigeradora, saco el jarro de agua y me sirvo un poco. Bebo con lentitud mientras trato de abrir bien los ojos y concentrarme en las labores pequeñas como recordar si hoy me toca usar el uniforme rosa o el verde en el trabajo.

Enciendo la máquina para hacer café y tomo asiento al lado del niño.

—¡Pareces una vagabunda! —repite Rowen, me toca el hombro con la punta de su cuchara para hacer su punto más factible, y luego vuelve su atención a su cereal, separando los sabores y comiéndose únicamente los aros de color rojo.

Rowen fue producto de un amorío que tuvo mi madre hace siete años con un vendedor de bienes raíces quien no quiso hacerse cargo del niño, así que ella tuvo el descaro de traérselo a papá para que cuidáramos de él. La muy sinvergüenza lloró para que papá la perdonara y la aceptara de vuelta en la casa; y como él carece de inteligencia (o respeto, amor propio, orgullo y sentido de la dignidad), la aceptó aún sabiendo que nos iba a abandonar dos semanas después para irse a vivir con otro hombre. Lo ha hecho desde que tengo cinco años, cuando huyó con el dueño de un circo de mala muerte. Para ella es un hábito, para mí, una molestia. No es ella quien cría a los niños, soy yo.

Lo mismo pasó con mi otro hermano, Russell, lo trajo a casa cuando yo apenas tenía tres años, y lo dejó al cuidado de papá. Claro que él los quiere a los dos como si fueran suyos, es un buen hombre pero algo tonto.

Cada vez que Rong Lane, mi madre, aparece en esta casa es para, o dejar tirado a un nuevo hijo, o para pedir dinero cuando uno de sus amantes deja de darle. No ha aparecido desde hace siete meses, y sus visitas son esporádicas. Ya nadie la extraña por aquí y los chicos no saben si llamarla mamá o señora mientras ella les trae regalos baratos (del tipo que encuentras a última hora en una gasolinera). Desearía que olvidara donde vivimos y nos dejara ser felices, pero sabiendo que dentro de poco se quedará sin dinero, espero lo peor.

—¿Qué te pasó en la cara? Parece como si un payaso la hubiera vomitado —es lo primero que dice Russell, mi otro hermano, entrando a la cocina con su uniforme escolar. Toma una naranja de la cesta de frutas y comienza a jugar con ella, lanzándola al aire, de arriba abajo.

best of me; min yoongiWhere stories live. Discover now