treinta y cinco.

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Me encerré en el cuarto de baño mientras Barnabas me prometía cubrirme las espaldas si yo, a cambio, me comprometía a avisarle si las cosas se torcían

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Me encerré en el cuarto de baño mientras Barnabas me prometía cubrirme las espaldas si yo, a cambio, me comprometía a avisarle si las cosas se torcían. No me costó mucho hacer esa promesa —me resultó extraño que no me ofreciera un nuevo acuerdo— y el demonio asintió, sin añadir nada más.

Había cogido una de las perlas, dejando el resto para otra ocasión. La sostuve en la palma de mi mano, contemplándola con el ceño fruncido; la superficie nacarada me devolvió el reflejo de la luz hasta que yo pasé la yema por ella, activando su magia y dejándome ver imágenes difusas.

Llené la pila del lavamanos, tal y como me había indicado el demonio, y esperé hasta que el nivel de agua fuera lo suficientemente profundo. Con cuidado, dejé caer la perla en el interior y observé cómo el objeto mágico lanzaba destellos mientras se hundía; me miré en el espejo y contuve la respiración. Conté mentalmente, cerrando los ojos mientras me armaba de valor.

Introduje mi rostro en el agua y abrí los ojos.

Pero no vi el interior de la pila, tampoco el reflejo del agua. Estaba dentro del recuerdo que había sido encerrado en la perla; lo había logrado. Barnabas no me había engañado cuando me había explicado cómo mostrar lo que contenían las perlas de memoria.

Aspiré una gran bocanada de aire y miré a mi alrededor. El lugar donde transcurría el recuerdo me resultaba terriblemente familiar: un enorme salón de techos altos e iluminado por la luz del sol, que se colaba por los grandes ventanales cuyas cortinas estaban recogidas. Mi mirada recorrió los enormes retratos que colgaban de las paredes y que mostraban hombres y mujeres con un aspecto regio; me quedé embobada mientras contemplaba a las personas pintadas hasta que escuché una risa a mi espalda.

Una risa infantil.

Giré sobre mis pies, alertada por aquel simple sonido. Recorrí con mi mirada aquel enorme salón, intentando descubrir el origen de aquella risa; mis ojos se detuvieron en las cortinas recogidas de uno de los rincones. Bajo ellas podían adivinarse un par de pies que pretendían pasar desapercibidos.

Al otro lado del salón se oyó una puerta abriéndose y pasos corriendo por el reluciente suelo de madera. Pestañeé con incredulidad cuando un niño de unos siete años apareció corriendo, mirando a su alrededor con suma atención; tenía el cabello oscuro, ondulado, y unos llamativos ojos de color castaño que parecían demasiado grandes para su rostro. Demasiado expresivos.

Movió los labios, pero lo único que brotó de ellos fue un agudo chillido que hizo que todo el vello se me pusiera de punta. Cubrí mis oídos con las palmas de mi mano mientras aquel misterioso niño recorría el salón hasta detenerse frente a las cortinas que ocultaban al que, supuse, era un segundo niño.

El chillido cesó y el niño apartó la cortina de golpe, soltando una alegre y victoriosa carcajada y dejando al descubierto a un segundo niño, mucho más pequeño que el primero. El segundo chiquillo, el que se había mantenido oculto, compartía un innegable parecido con el mayor; sin embargo, sus ojos eran mucho más reducidos y estaban llenos de enfado en aquel momento.

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