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Laventry cruzó el jardín sin prisa y rodeó la casa para entrar por la cocina. Allí sus ojos fueron atraídos inevitablemente por las curvas de Colette, que se afanaba de un lado a otro. La mirada del corsario subió hacia el pronunciado escote y cometió el error de no demorarse allí, yendo a encontrarse con la expresión entre severa y divertida de Cecilia, que aliñaba una ensalada al otro lado de la mesa. Él alzó la jarra vacía que traía a modo de excusa.

—Tomasa, necesitamos más vino, por favor —dijo Cecilia, aun observándolo.

Colette halló una excusa para pasar entre la mesa y Laventry, que no retrocedió, obligándola a rozarlo. La forma en que Cecilia meneó la cabeza lo hizo sonreír.

—¿Por qué no la desposas y ya? —preguntó ella en voz baja—. ¿Acaso no te gustaría volver del mar a sus caderas?

—¿Casarme? ¿Yo? ¿Te has golpeado la cabeza?

—A tu casa no le haría mal una mujer que la cuide. Y a ti tampoco.

—Desperdicias tu aliento. ¿Cuándo comeremos? Estoy famélico.

—Eso deberás preguntárselo a tu amigo.

—¿Por qué? ¿Dónde se ha metido ahora?

—En el salón, con Marina.

—Ya los traigo. Tú sírvele algo a esas bestias hambrientas.

—Buena suerte con sacarlos de allí antes de los postres.

Laventry tomó el corredor principal de la casa en dirección a lo que en tiempos del Fantasma había sido el salón de baile. Y conforme se acercaba, oyó los ruidos quedos que llegaban desde la habitación. Pasos rápidos, palabras sueltas. Y algo más. Laventry frunció el ceño. No tenía sentido, pero él conocía ese sonido demasiado bien para confundirlo: el entrechocar de espadas. Llamó a la puerta y aguardó, sin obtener respuesta. Sólo al tercer intento escuchó que Wan Claup gruñía desde adentro:

—Adelante.

Entró y se quedó de una pieza apenas cruzó el umbral. El mobiliario había sido corrido contra las paredes, dejando la mayor parte del salón vacío. Y allí, en medio de la habitación, halló a Wan Claup y Marina. Batiéndose con aceros livianos de práctica, rematados en botones para evitar heridas accidentales.

La niña... La muchacha, se obligó a corregirse, porque a los trece años Marina ya no tenía nada de niña. La muchacha vestía pantalones y casaca pardos y botas de media caña, el largo cabello negro trenzado a su espalda. Empuñaba su espada con naturalidad, y se movía con atención reconcentrada, intentando hallar una brecha para tocar a su tío. Él se limitaba a defenderse, pero Marina no lograba hacerlo retroceder siquiera un paso. De pronto la muchacha destrabó sus hojas, fintó a la izquierda y descargó su acero.

—¡Toma!

—¡Toma tú! —respondió Wan Claup.

Contuvo el lance, y con un rápido movimiento de muñeca hizo que la punta de su hoja dibujara un círculo ascendente que buscaba el pecho de su sobrina. Para sorpresa de ambos hombres, ella echó el torso hacia atrás, esquivando la estocada. Y al mismo tiempo, retrasó un pie medio paso, separando un poco más sus piernas para equilibrar su peso, y alzó el brazo. El botón de su espada tocó el cuello de Wan Claup bajo la oreja.

—Touché vous! —exclamó alborozada, irguiéndose.

Wan Claup asintió con una sonrisa. —Monsieur Etienne no se ha guardado ningún truco.

Laventry aplaudió a la muchacha, guiñándole un ojo a su amigo.

—¡Un lance más, tío!

Wan Claup adoptó una expresión seria. —Si Laventry ha venido a por nosotros, significa que Maxó está a punto de dejarnos sin vino para el almuerzo.

La Herencia I - Leones del MarWhere stories live. Discover now