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Durante muchos años, Marina recordaría aquella semana como la más feliz de su vida. Pasaba los días en un estado constante de entusiasmo y embeleso, orgullosa de ser capaz de trabajar a la par de los hombres y ávida por aprender cuanto pudiera sobre el barco, las corrientes, el viento. A Wan Claup le había costado mantenerse al margen y limitarse a observarla desde el puente, mientras ella iba y venía, trepaba, trabajaba y hasta nadaba como uno más de la tripulación. Pero bien pronto se convenció de que su pequeña perla estaba bien y no precisaba que la vigilara constantemente.

En su tercer día a bordo, Maxó la desafió a trepar por el cordamen hasta la cofa del palo mayor. En cuestión de minutos terminarían una bordada hacia el sud y De Neill viraría hacia el este. En ese momento, la dotación asignada al velamen debería reorientar todas las velas, y ellos dos debían haber alcanzado la cofa antes, para no perturbar la maniobra. Marina aceptó sin vacilar y los piratas empezaron a hacer apuestas a quién ganaría.

Mientras Marina trepaba a la borda de estribor para encaramarse a la jarcia, Maxó miró hacia popa. De Neill lo vio desde el timón y se volvió hacia Morris, tras él en el puente de mando. Y el joven a su vez intercambió una mirada de consulta con Wan Claup, de pie junto a él. El corsario asintió sonriendo de costado. Se había preguntado si se atreverían a hacerlo. Maxó vio su gesto y trepó en dos saltos a la regala.

—¿Lista, perla? ¡Arriba! Hoy pienso beberme el ron de todos estos tunantes que están apostando en mi contra.

Comenzaron a izarse con idéntica agilidad, Maxó gracias a sus años de experiencia, Marina debido a su juventud y ligereza. Entonces De Neill hizo girar la rueda a toda velocidad.

—¡Orza a la banda! —gritó Morris a todo pulmón, conteniendo la risa.

Todos se aferraron a cualquier cosa fija que tuvieran a mano y alzaron la vista hacia el cordamen. El Soberano aminoró la velocidad por un momento al enfrentar el viento y se inclinó en un pronunciado viraje. A mitad de camino de la cofa, Maxó se agarró a los cabos con todas sus fuerzas. Marina, tomada por sorpresa por la súbita maniobra, no alcanzó a sujetarse. Cincuenta cabezas alzadas hacia ella descendieron a una, siguiendo el arco que describió en el aire antes de ir a dar al mar.

—¡Perla al agua! —gritó Maxó.

De Neill continuó la maniobra para que el Soberano aprovechara la inercia y describiera un círculo alrededor de Marina, que se mantenía a flote todavía tratando de comprender lo que había sucedido. Entonces vio a la tripulación asomarse por la borda riendo a carcajadas, y a Maxó saludándola desde el cordamen. Le arrojaron varios cabos, gritándole toda clase de bromas. Ella alcanzó uno en dos brazadas y pronto se izaba a bordo, chorreando agua y riendo como ellos. Morris la aguardaba junto a la escala.

—Bienvenida al Soberano, perla —le dijo, divertido—. Ahora ya puedes decir que eres parte de la tripulación. Ve a cambiarte. —Se volvió hacia Briand y asintió.

Briand batió las palmas y dio un grito, llamando a todo el mundo al orden. Marina bajó por la escotilla del combés riendo entre dientes, mientras los piratas maniobraban en el velamen. Fue dejando un reguero de agua a su paso por la única cubierta del Soberano, dividida en compartimientos de tabiques móviles para almacenar provisiones y municiones, y donde por la noche los piratas colgaban sus hamacas para dormir. Finalmente alcanzó los dos cañones de popa. Allí colgaba su hamaca ella, a pocos pasos de la escalera que subía a la escotilla de popa. Su pequeño arcón estaba asegurado a la base de uno de los cañones, para que no anduviera botando por todo el barco.

La muchacha había estado más que conforme con el lugar que le habían asignado para dormir, en una hamaca angosta y con una manta vieja para cubrirse. Pero los piratas de la guardia nocturna no se sentían cómodos yendo y viniendo mientras ella descansaba a pocos pasos. De modo que habían cerrado su rincón con una vela de recambio, que colgaba de unos garfios en los baos y la aislaba completamente del resto del barco. A Marina le había parecido un gesto adorable de parte de aquellos hombres recios. Llamaba a ese rincón "su cabina privada", y le recordaba las láminas que viera de tiendas en los oasis de la lejana Arabia.

Al finalizar el cuarto día de navegación, Marina aceptó la invitación a cenar con Wan Claup, Morris y Briand en la cabina del capitán

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Al finalizar el cuarto día de navegación, Marina aceptó la invitación a cenar con Wan Claup, Morris y Briand en la cabina del capitán. Su tío le había mostrado en todo momento que no debía esperar ningún tipo de privilegio por ser de su familia, o una mujer, lo cual para ella era lo justo. Pero la muchacha comprendía también que Wan Claup se permitiera romper las reglas por una vez para verla y escucharla en primera persona, y saber cómo estaba.

Terminada la comida, Wan Claup salió con ella y la guió al puente.

Era una noche hermosa y se hallaban a sólo un día de la entrada al Canal de la Mona, donde Wan Claup había dicho que emprenderían el regreso a Tortuga. Una vez que lo hicieran, le explicó, el viento a favor los llevaría a Cayona en poco más de dos días.

Se demoraron cerca del coronamiento, la borda alta y trabajada que cerraba el puente de mando por popa. Una veintena de hombres se había reunido junto al palo mayor a disfrutar su ración diaria de ron. Charlie Bones tocaba el violín y varios cantaban con la melodía, una tonada llena de juramentos y rimas subidas de tono que había hecho enrojecer a Marina la primera vez que la escuchara. Más allá, cerca del trinquete, otros jugaban dados. La dotación nocturna estaba en sus puestos, aunque también coreaban las canciones y bromeaban con los jugadores mientras hacían sus rondas.

Marina se apoyó en la borda de estribor. Justo detrás del horizonte, las costas de La Española se curvaban hacia el sud. No habían avistado una sola vela en toda la semana.

—¿Diego Castillano tenía hijos? —inquirió Marina de pronto, los ojos en las ondas de la estela que dejaba el Soberano.

Wan Claup ocultó su sorpresa ante semejante pregunta y procuró dar un tono casual a su respuesta. —Sí. Uno, a lo que sé. Un varón.

—¿Cómo lo sabes?

El corsario respiró hondo. —Porque lo vi la noche que murió tu padre.

Ella lo enfrentó frunciendo el ceño. —¿Lo viste? ¿Estaba allí?

—Tal como tu padre estaba allí cuando Castillano ayudó a matar a tu abuelo y a tus tíos —replicó Wan Claup con frialdad.

Marina meneó la cabeza, volviendo a mirar hacia el mar. —¿Era muy pequeño?

—No tanto. Tendría unos diez o doce años.

—Pobrecillo...

—Tu padre tenía nueve la noche de la revuelta.

—Y la historia volvió a repetirse —murmuró la muchacha—. ¿Sabes qué fue de él?

—No —mintió Wan Claup sin inmutarse.

Marina suspiró y no dijo más. Wan Claup la observó, leyendo en su rostro los interrogantes que aquella breve conversación había despertado en ella. Era inevitable que saber de la existencia de Castillano el hijo la turbara. Y que se preguntara qué ocurriría si sus caminos se cruzaban. El corsario apretó los dientes. Hubiera querido darle algún sosiego, decirle que era imposible que eso sucediera. Pero Marina tenía una habilidad inefable para detectar las falsedades, y ya se había arriesgado con su última respuesta. A pesar de todo, estaba decidido a no darle más información. Mientras él callara, no había manera de que Marina lo descubriera, ya que ni siquiera Laventry y Harry lo sabían.

Él mismo se había enterado por casualidad, porque se hallaba en el despacho del gobernador de Tortuga cuando D'Oregon recibiera el último reporte de sus espías en Nueva España. El despacho incluía los nombres de varios de los nuevos oficiales de la Armada de Barlovento. Entre ellos, un tal Hernán Castillano, capitán de mar y guerra de la Academia de Cádiz, al mando de un guerrero de tres palos con veinte bocas de fuego, bautizado León.

La Herencia I - Leones del MarWhere stories live. Discover now