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Marina despertó agitada y se irguió a medias en su cama. Era noche cerrada y la luna brillaba alta en el cielo, bañando con su luz pálida las hojas del tamarindo que crecía junto a su ventana. Avivó la llama del candil que ardía en su mesa de noche y lo alzó un poco para mirar alrededor. Por supuesto que no había rastros de inundación en el dormitorio, ni sangre sobre su cama. Pero ella estaba tan sudada que su camisón y su cabello estaban húmedos. Le llamó la atención tener tanto apetito y sentirse un poco mareada. ¿Cuánto había dormido?

Se levantó y llenó de agua su jofaina para asearse un poco, se echó encima un camisón limpio y salió de su habitación. La casa estaba sumida en la quietud del descanso. Sin embargo, advirtió que el dormitorio de su madre estaba vacío. En la cocina descubrió que Tomasa y Colette ya se habían retirado. Le llamó la atención el número de platos y copas escurriéndose junto al fregadero, y las botellas de vino vacías en un rincón. ¿Habían tenido invitados a cenar? Pero su madre los había convidado para la noche siguiente... A menos que ya fuera la noche siguiente. ¿Había dormido un día y medio?

Junto a la fuente de fruta fresca sobre la mesa había otra con carne asada, cubierta con un paño. A pesar de las quejas de su estómago, no tocó la carne y eligió una manzana. Dejó la cocina en dirección a la biblioteca, segura de que hallaría allí a su madre. Quería ver cómo estaba, cómo se sentía. Al fin y al cabo, acababa de perder a su hermano.

La luz dentro de la biblioteca proyectaba un resplandor tenue sobre el suelo del corredor, revelando que la puerta estaba entornada. Marina se hallaba a sólo cinco pasos cuando oyó un murmullo de voces. Se detuvo, confundida. ¿Quién podría estar allí, a solas con su madre en medio de la noche? Se acercó de puntillas para detenerse a sólo un paso de la puerta entreabierta. Un hombre habló entonces. Reconoció el vozarrón de Laventry, aunque intentaba hablar bajo.

—Ignoro si fue él, Cecilia —decía el corsario—. Pero sería una broma cruel del destino, si en verdad mató a Wan por la espalda tal como su padre mató a Manuel.

—¿Y dices que Marina y él se enfrentaron?

La muchacha frunció el ceño. ¿Morris también estaba allí? ¿De qué hablaban? ¿Acaso sabían quién había asesinado a su tío y se lo habían ocultado?

—Lo desarmó, y logré sacarla de allí antes de que lo matara —respondió Laventry—. Los españoles se habían dado cuenta de lo que sucedía y estaban por pasarla a cuchillo por meterse con su capitán.

—No termino de entender cómo dio con él —dijo Cecilia preocupada.

—Ya me gustaría saberlo. La vi en el puente del Águila un momento antes de que hirieran a Wan. ¡Y un minuto después estaba al otro lado del León, batiéndose con él! No puede haber tenido tiempo de luchar con nadie más. Fue directo hacia él, y él plantó cara. Como si algo los hubiera empujado uno contra el otro.

—Imagínate —dijo Morris—. Su primera batalla, su primer combate cuerpo a cuerpo. ¡Y tenía que ser Castillano!

En las sombras del corredor, Marina se cubrió la boca con la mano para sofocar una exclamación.

—Pues mi hermano hizo bien en guardar el secreto —dijo Cecilia con acento firme—. Que Marina lo sepa sólo traerá más dolor y tribulaciones.

—Nos lo confió sólo cuando supo que le quedaban horas de vida —admitió Morris—. Y nos hizo jurar que no se lo diríamos a la perla, y haríamos lo que fuera por mantenerla alejada del León.

—Es lo correcto —insistió Cecilia—. Es tiempo de que la historia de sangre entre los Velázquez y los Castillano termine. Ya suficientes vidas se ha cobrado.

Laventry soltó algo que sonó a una risita amarga. —Entonces tendremos que hallar un buen motivo para mantener a la perla en tierra. Porque el Mar Caribe es extenso, pero apuesto a que esos dos hallarían la manera de volver a cruzar caminos. Lo llevan en la sangre.

—Pues no creo que logremos convencerla de que no vuelva a navegar —dijo Morris desalentado.

—No os creía tan ingenuos, amigos —dijo Cecilia con suavidad—. Todos sabemos que mi hija jamás le dará la espalda al mar. Y ahora que Wan ya no está, lo más probable es que no busque un nuevo capitán, sino un barco que pueda comandar.

Un silencio sorprendido siguió a semejante afirmación. Una sorpresa que Marina compartía. Aún no había tenido oportunidad siquiera de preguntarse qué haría en el futuro. Sin embargo, era evidente que su madre ya había considerado la cuestión.

—Vamos, Cecilia —tentó Laventry contrariado—. ¿Acaso me pedirás también que la avale con D'Oregon? ¡Es una niña!

Marina oyó que su madre reía por lo bajo del tono escandalizado del corsario y aguardó su respuesta con curiosidad.

—Me casé con su padre cuando tenía quince años, como ella ahora, para darla a luz al año siguiente. ¿Me veías tú como una niña entonces, Johannes? —Marina nunca había escuchado a su madre llamar al corsario por su nombre—. Vuestro error es que os negáis a reconocer en ella otra cosa que la chiquilla que visteis nacer. Pero Marina es mucho más que eso: es el único descendiente y heredero de Manuel Velázquez y Adrien Wan Claup. Y si hubiera nacido con lo que os cuelga entre las piernas, me rogarías que te permitiera presentar tu aval.

Sola en el corredor, Marina hizo a un lado la conmoción que le causara lo que acababa de escuchar sobre la muerte de su tío y sonrió para sus adentros, agradecida por la respuesta de su madre. La reconfortó oír que Morris le daba la razón.

—Llevo años intentando que lo comprendan —terció, y sonaba casi divertido.

—Venga, Cecilia —protestó Laventry—. Esto no es broma. Ya bastante rompía las reglas Wan, teniendo a la perla abordo como marinero. ¿Y esperas que D'Oregon, que en su juventud fue un Hermano de la Costa, le otorgue una patente de corso?

—¿Cómo dice esa cancioncilla que usáis para levar anclas? —replicó Cecilia, y canturreó: —Somos Hermanos de la Costa y venimos de Tortuga, donde todo es posible...

Laventry gruñó algo pero Marina no comprendió qué decía. Consideró que había escuchado suficiente y se alejó sin ruido, de regreso a su dormitorio. Allí cerró la puerta y abrió la ventana. No veía el mar, aunque la brisa nocturna le traía su aroma. Cruzó los brazos en el alféizar y se demoró allí largo rato, los ojos negros perdidos en las estrellas.

Su cabeza era un tumulto que se resistía a aplacarse.

De modo que el oficial con el que había luchado no sólo era el famoso León que todos los piratas temían. Ese hombre era también un Castillano, hijo del enemigo mortal de su padre. Y a partir de esa noche, era su propio enemigo jurado.

Ignoraba qué otros secretos se habría llevado Wan Claup a la tumba. Al menos había descubierto ése. El que la ayudaría a vengarlo.

La Herencia I - Leones del MarNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ