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El amanecer descubrió al Soberano flotando en la soledad del mar, aún fondeado donde librara su última batalla. Antes de ir al abordaje del León, Wan Claup había ordenado arriar todo el velamen y soltar dos anclas pequeñas, para que su barco impidiera al guerrero, ligado al Soberano por cables y garfios, maniobrar y retomar su curso hacia Tortuga. Ahora se mecía suavemente en las aguas calmas, su silueta recortándose en negro contra el brillo rutilante del sol que asomaba.

Así lo halló la flotilla filibustera, una docena de barcos de diverso porte que dejó Cayona con la primera luz. Las naves se ubicaron alrededor del Soberano, con el bauprés apuntándolo.

Entonces la chalupa del Soberano se separó del Águila Real y se adelantó hacia el barco abandonado. A su bordo, junto con media docena de remeros, Marina, Morris, Maxó y De Neill, Laventry y Harry transportaban el cuerpo de Wan Claup. La propia Cecilia lo había preparado para su última travesía, lavándolo y vistiéndolo con sus mejores galas. Ahora ella permanecía junto a la amura del Águila Real, viendo a su hija y a sus amigos llevarse para siempre a su hermano. Junto a ella, el gobernador de Tortuga guardaba respetuoso silencio.

Cuando alcanzaron el Soberano, izaron el cuerpo a bordo y lo llevaron a lo que fuera su cabina. Lo tendieron en la mesa sobre un paño negro que Cecilia les diera y Marina acomodó sus armas a su lado. Laventry tomó la espada en su funda y se la devolvió.

—Consérvala, perla —dijo—. La hoja de Wan Claup jamás hirió a nadie injustamente. Y tú tampoco lo harás.

La muchacha la aceptó y agachó la cabeza, apretando la espada contra su pecho. Los demás le dieron un momento para controlar sus emociones. Una brisa fresca entró por las ventanas abiertas tras ella, envolviéndolos. Los cinco hombres se estremecieron e intercambiaron miradas aprensivas. Sus ojos no regresaron al rostro de Wan Claup, pálido y sereno, sino que se fijaron en Marina.

Estaba completamente inmóvil, la cabeza gacha, las manos juntas contra el pecho, sosteniendo la espada por la empuñadura, la hoja apuntando hacia abajo, como la estatua a un guerrero caído. Esa mañana vestía enteramente de negro en señal de luto. Como su padre hiciera.

Cuando finalmente alzó la vista para enfrentarlos, ellos vieron los ojos negros y brillantes de su padre en el hermoso rostro moreno. Y la expresión que endurecía sus facciones, arrebatándoles el último vestigio de niñez, también era idéntica a la que caracterizara a su padre.

Marina no dijo nada. Los miró a los ojos uno por uno, besó por última vez la frente de Wan Claup y dejó la cabina a paso firme.

Antes de abandonar el Soberano, Morris izó la bandera negra de la Hermandad de la Costa en el palo mayor, y De Neill desplegó a popa la gran bandera azul con las flores de lis de Francia. Luego bajaron todos a la chalupa y regresaron al Águila Real.

Marina fue la primera en pisar cubierta. Había ceñido la espada de Wan Claup a su cintura y sus ojos estaban secos. Los piratas le abrieron paso, un respeto supersticioso pintado en sus duros rostros ante la figura de ropajes negros que se adelantó sola hacia proa, hasta el cañón que había sido montado allí, inclinado para que apuntara hacia abajo.

Cecilia observaba a su hija con expresión inescrutable mientras Morris y Laventry venían a flanquearla.

Marina asintió, desenvainando la espada. La alzó por encima de su cabeza para que la vieran desde las otras embarcaciones, y allí la sostuvo, aguardando que Morris encendiera la mecha del cañón. Entonces respiró hondo para gritar a todo pulmón:

—¡Larga vida a Wan Claup! ¡Larga vida a la Hermandad de la Costa!

Marina soltó el percutor. El disparo del cañón impactó en la línea de flotación del Soberano. El estampido se mezcló con las voces estentóreas que repetían su grito a bordo del Águila Real primero, para extenderse a los demás barcos piratas, que también dispararon contra el casco del Soberano.

La Herencia I - Leones del MarWhere stories live. Discover now