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Cecilia indicó a Tomasa y Colette que ya podían retirarse y sirvió ella misma el té a Wan Claup y sus invitados, que se demoraran conversando en el comedor después de la cena. Ninguno de ellos se inmutó cuando Cecilia se sentó de nuevo a la mesa de los hombres, y siguieron discutiendo el tema que los preocupaba más de lo habitual: la Armada de Barlovento.

El año anterior, el tratado de Aquisgrán había puesto fin a la Guerra de Devolución entre España y Francia. Pero eso era Europa. En el Caribe, los filibusteros seguían atacando naves españolas, que eran las que tenían los mejores cargamentos. Y los españoles colgaban a cuanto pirata caía en sus manos sin excepción, sin preocuparse pequeñeces como nacionalidad. Y la vergonzosa derrota que Henry Morgan le infligiera a la Armada había provocado un recrudecimiento de las hostilidades.

Tal parecía que el antiguo lugarteniente del holandés Mansfield había decidido emular al Olonés. Como si el ataque que dirigiera el año anterior contra Chagres y Portobelo no hubiera sido suficiente, ese año, después de Pascuas, había atacado Maracaibo y Gibraltar.

Las naves de mayor porte de la Armada esperaban a la flotilla del inglés a la salida del Lago de Maracaibo. Pero Morgan había mandado por delante un brulote que dio fuego a uno de los galeones. Los propios españoles incendiaron el otro galeón para evitar que Morgan lo capturara, aunque no pudieron evitar que se hiciera con la fragata restante.

Desde entonces, la Armada de Barlovento se había renovado con naves de menor porte, fragatas y guerreros que ya se hallaban en servicio en el Caribe, y había cambiado por completo su estrategia. La flotilla de defensa ineficaz a la que piratas y corsarios estaban habituados se había transformado en una escuadra eficiente y definitivamente ofensiva. Al parecer, la sangre nueva había mejorado las tácticas y la moral de los españoles, y algunos de los jóvenes oficiales ya se estaban haciendo un nombre derrotando Hermanos de la Costa, jamaiquinos y holandeses de Curazao. Por el momento, los que llevaban las de perder eran los piratas independientes que recalaban en Tortuga y en Port Royal.

—Dicen que el peor es el León. —Harry vio el gesto burlón de Laventry y explicó:— Es el nombre de su barco, y se lo han pasado al capitán. Dicen que el muchacho es un verdadero demonio.

—Es lo que dicen también de todos nosotros —terció Wan Claup, escéptico.

—¿Qué hay de los rumores de un ataque a la isla? —intervino Cecilia—. No se habla de otra cosa en Cayona. Hasta escuché que el gobernador está planeando una leva de emergencia para reforzar la guarnición del fuerte.

—Lo mismo se habla en Port Royal —asintió Laventry—. Pero allí ya saben que no pueden esperar ayuda para retener la isla si los españoles intentan recuperarla. Modyford nombró almirante a Morgan, si podéis creerlo, y está dándole patente de corso a cualquier patán que Morgan le trae, con tal de tener al menos la ilusión de una fuerza defensiva para conservar Jamaica.

—Los ingleses no se sorprenderían de despertarse mañana con la Armada frente al puerto —añadió Harry.

—Deberíamos hacer algo —dijo Wan Claup—. Tomar cada uno un área diferente y patrullarla. Si los rumores son ciertos, los veríamos venir y podríamos dar la alarma con tiempo para organizar la defensa.

Harry frunció el ceño al escucharlo. —¿Tú crees que tendríamos alguna chance?

¡Sacre Dieu! ¡No les queda más que media docena de guerreros! ¿Cuándo nos hemos amilanado ante ellos? —exclamó Laventry.

—Dos guerreros y cuatro fragatas —puntualizó Wan Claup—. Pero Laventry tiene razón. Son un problema si los encontramos solos en alta mar, pero no si estamos preparados para recibirlos.

La Herencia I - Leones del MarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora