Capítulo 37

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A pesar de que escuchó a la enfermera anunciarle mi llegada, Matthew no se movió ni un ápice. El techo seguía siendo más llamativo para él.

Tomé una de las sillas que estaban en la entrada y la moví junto a su cama. Me senté aprisa, esperando a que dijera algo, a que respondiera mi saludo o tan siquiera me echara una mirada. Me carcomió el silencio que aumentaba mi malestar y nerviosismo; ninguno parecía cómodo con el otro cerca.

Al menos su habitación de hospital tenía una vista muy agradable hacia los edificios de la calle. Si el cielo estuviese azul y las persianas completamente hechas a un lado, este sitio no se vería tan deprimente ni haría juego con la situación.

Lo examiné más de cerca. Sus ojeras sobrepasaban el estrés y su cabello creció demasiado; ya le cubría por completo las orejas y aquellos ojos tan poco brillantes. Seguía pálido, aún le costaba respirar y moverse. No todas las cicatrices estaban a la vista, solo las que las vendas no alcanzaron a cubrir.

Quise tomar su mano para sentirme menos frustrado, pero no me atreví. En su lugar, seguí con los hombros encogidos, la cabeza agachada y la vista bien enfocada en la alfombra. Un rayo iluminó la habitación y eliminó por un instante esa pesada semioscuridad.

—Lo siento —susurró.

Alcé la vista tan rápido como me lo permití. Ni siquiera me di cuenta de que su voz causó humedad y enrojecimiento en mis ojos. Me repetí incontables veces que fuera fuerte y que no me quebrara ante quien recién se recuperaba del dolor. Acabé enmudeciendo por la incapacidad de pensar en una buena respuesta.

—Lo siento —repitió para pedirme de este modo que dijera algo también.

Solo entonces pude cerrar los ojos, suspirar y buscar una forma de comenzar con esta difícil conversación. Dejamos que las manecillas del reloj en la pared hicieran el ruido de fondo.

—¿Por qué? —Fue lo único que logró salir de mis labios.

Vi que se aferró ligeramente a la sábana blanca, con los dedos débiles. Tensó ligeramente la boca y no dejó de mirar hacia arriba para pensar con mayor claridad. Vi en él intenciones de responderme y aquello me reconfortó mucho más de lo que creía. Uno no suele obtener respuestas de alguien que estuvo por renunciar eternamente a darlas.

—¿Qué hay de bueno en alguien que ha nacido solo para causar daño? —Lo dijo más para sí mismo.

Y era cruel. Tanto, que necesité pensar en otra cosa que no tuviera que ver con el presente. Cerré los ojos, tomé aire para que la tristeza no me venciera. Matthew iba a comenzar a decir muchas cosas dolorosas si decidía abrir su corazón, que ya parecía hundido en el fondo del océano.

—No es así... —Traté de hacer que se retractara mientras a mí me ahogaba el nudo que se formó mi garganta.

—Volví a lastimar a quienes me querían. —Me interrumpió justo cuando yo tenía las palabras en la boca—. Y fallé cuando quise deshacerme de mí mismo... otra vez.

Fijé la mirada en él tras escucharlo mencionar aquellas dos últimas palabras.

«¿Entonces esto ha pasado antes?».

—Sé lo que estás pensando —continuó, con tono un poco más alto—. Tenía doce años y una confusión espantosa.

El techo era más interesante que yo, por eso lo miraba con los ojos bien abiertos y una concentración similar a la de alguien descifrando un secreto. Pude sentirme cómodo para llorar en silencio cerca de su cuerpo, pero lejos de su mente. No quería que me lo contara; al menos no si le hacía mal.

El final que deseo [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora