Prólogo

2.5K 129 9
                                    


Toulouse, Francia, 10 deabril de 1814


Aquella escena eraterriblemente familiar para el hombre que la contemplaba. Su largaexperiencia le decía que un campo de batalla y otro se diferenciabanen poco, al menos cuando el combate había concluido.

La humareda provocada porla artillería pesada y por la miríada de mosquetes y rifles de losdos ejércitos comenzaba a despejarse, revelando cómo lasvictoriosas tropas británicas y aliadas consolidaban las posicionesque acababan de conquistar en torno al cerro Calvinet, al este de laciudad, y volvían los cañones en dirección a la mismísimaToulouse, donde las fuerzas francesas, al mando de Soult, se habíanreplegado hacía poco. Un hedor acre flotaba en el ambiente, mezcladocon el olor a polvo, a lodo, a caballos y a sangre. Pese a que losruidos no se habían acallado —gritos, órdenes, el relincho de loscaballos, el entrechocar de las espadas y el estruendo de lasruedas—, ahora que habían enmudecido las explosiones atronadorasde los cañones se iba imponiendo ese silencio tan poco natural y tanconocido de los oídos cuando zumban. El suelo estaba cubierto demuertos y heridos.

Era una visión a la queel coronel lord Aidan Bedwyn no lograba acostumbrarse. Alto, fuerte ycetrino, de nariz aquilina y rostro duro, el coronel solía inspirartemor. Pero siempre, después del combate, se tomaba el tiemponecesario para recorrer el campo de batalla, examinando los muertosde su batallón o dando consuelo y socorro a los heridos.

Con las manos a laespalda y la gran espada de caballería, sucia tras el combate,envainada a su costado, se detuvo y clavó los oscuros ojos en unbulto escarlata.

—Un oficial dijo,indicando el fajín rojo con un leve gesto de la cabeza. El hombreque lo portaba yacía boca abajo sobre la tierra, con los miembrosdislocados por la caída del caballo—. ¿Quién es?

Su edecán se agachó ydio la vuelta al oficial muerto, dejándolo boca arriba.

El muerto abrió losojos.

—Capitán Morris —dijoel coronel Bedwyn—, está usted herido. Consiga una camilla,Rawlings. Enseguida.

—No —susurró elcapitán—. Estoy acabado, señor.

Su comandante en jefe norebatió aquellas palabras. Con un ligero ademán indicó a suayudante que permaneciera a la espera y observó al moribundo, cuyachaqueta roja se teñía por momentos de un rojo más oscuro. Ledebían de quedar pocos minutos de vida.

—¿Qué puedo hacer porusted? —le preguntó el coronel—. ¿Quiere un poco de agua?

—Un favor. Una promesa.—El capitán Morris cerró los párpados, pálidos como el papel,sobre los ojos mortecinos y, por un momento, el coronel creyó quehabía expirado. Apoyándose sobre una rodilla, se inclinó a su ladoal tiempo que apartaba la espada. Inesperadamente, los párpados seagitaron y se volvieron a entornar—. La deuda, señor. Dije quenunca apelaría a ella. —Su voz era apenas audible, y tenía lamirada turbia.

—Pero yo juré que lahonraría pese a todo. —El coronel Bedwyn se acercó aún más,para oírlo mejor—. Dígame qué puedo hacer.

Dos años antes, elcapitán Morris, que por entonces era teniente, le había salvado lavida en la batalla de Salamanca, cuando habían abatido su caballo yhabía estado a punto de ser asesinado por la espalda mientrasluchaba fieramente contra un adversario a caballo. El teniente habíamatado al segundo enemigo y luego se había apeado de su montura einsistido en que su oficial superior tomara su caballo. Despuéssería gravemente herido en la batalla. Gracias a ello habíaascendido a capitán, una promoción que, de otro modo, no habríaestado en condiciones de conseguir. En aquel entonces insistió enque el coronel Bedwyn no le debía nada porque, en una batalla, eldeber de un soldado era guardar las espaldas de sus camaradas, enespecial las de sus oficiales superiores. Tenía razón, porsupuesto, pero su coronel nunca había olvidado la obligacióncontraída.

—Mi hermana —dijo elcapitán, con los ojos otra vez cerrados—. Dele la noticia.

—Lo haré en persona—le aseguró el coronel—. Le informaré de que su últimopensamiento fue para ella.

—Que no lleve luto. —Elaliento del hombre iba menguando y sus estertores eran claramenteaudibles—. Lo ha llevado demasiado tiempo. Dígale que no debevestir de negro. Es mi última voluntad.

—Se lo diré.

—Prométame... —Lavoz se desvanecía. Pero la muerte todavía no había acudido en subusca. Súbitamente abrió los ojos de par en par, encontró lafuerza para mover un brazo hasta tocar la mano del coronel con unosdedos yermos, fríos como la muerte, y le habló con la urgencia quesolo puede provocar la inminencia del final—. ¡Prométame que laprotegerá! —exclamó. Sus dedos se aferraban débilmente a la manodel coronel—. ¡Prométamelo! ¡Cueste lo que cueste!

—Se lo prometo. —Elcoronel inclinó aún más la cabeza para que su voz y su miradaatravesaran la niebla de la muerte que estaba engullendo a aquelhombre atormentado—. Se lo juro solemnemente.

El capitán exhaló suúltimo aliento en el preciso momento en pronunciaba aquellaspalabras. El coronel alargó una mano para cerrar los ojos de Morrisy permaneció de rodillas dos minutos más, como si rezara, aunque enrealidad meditaba sobre la promesa que había hecho al capitánMorris. Le había prometido darle personalmente la noticia de sumuerte a su hermana, aunque no sabía quién era ni dónde vivía.Había prometido comunicarle la última voluntad de Morris: que nollevara luto por él.

Y había jurado por suhonra protegerla. De qué o quién, no lo sabía.

"¡Cueste lo quecueste!"

El eco de las últimaspalabras del moribundo resonaba en sus oídos. ¿Qué querríandecir? ¿Qué era exactamente lo que había jurado?

"¡Cueste lo quecueste!"


Ligeramente casadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora