Capítulo 9

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Las inclemencias deltiempo y el barro del camino forzaron a Aidan a pasar una noche enuna posada. Era ya la tarde del día siguiente cuando enfiló elamplio camino recto de entrada que conducía a Lindsey Hall, jalonadode olmos que parecían formar como soldados para una revista.

Picó espuelas a sucaballo para que acelerara el paso, aunque no estaba seguro de quehubiera nadie de su familia en la mansión. Era más que probable queestuvieran en Londres pasando la temporada social, aun cuando nofuera una familia muy dada a la frivolidad de los pasatiempos de laaristocracia. Bewcastle estaría sin duda en Londres, cumpliendo consu deber en la Cámara de los Lores, pero esperaba ver por lo menos aalguno de sus hermanos. Necesitaba distraerse, pues se sentíaabatido.

Finalmente divisó lamansión y sintió una punzada casi dolorosa de cariño por ella.Lindsey Hall era una casa grandiosa de piedra vista, cuyamagnificencia cortaba el resuello, por mucho que consistiera en unbatiburrillo heterogéneo de estilos arquitectónicos. Era propiedadde la familia desde que lo habían construido en la Edad Media encalidad de casa solariega, con dimensiones mucho más modestas. Lossucesivos barones y luego condes y finalmente duques fueronañadiéndole alas y anexos sin derribar ninguna construcciónanterior y sin esforzarse por que armonizaran las diferentes modasque habían imperado en cada época.

La larga avenida sebifurcaba a cierta distancia de la mansión, para rodear undeslumbrante jardín de flores de todos los colores en cuyo centro seerguía una fuente de mármol, todo cortesía de un bisabuelogeorgiano. El agua salía disparada a unos diez metros de altura ycaía rociando un perímetro enorme, como si se tratara de lasvarillas tornasoladas de un gigantesco parasol.

Aidan acababa de girar ala izquierda cuando divisó tres jinetes que salían de las lejanascuadras, dos hombres y una mujer. Todos azuzaron a sus monturas encuanto lo vieron, pero fue Freyja la que dio un grito y espoleó a sucaballo para dirigirse a su encuentro a galope tendido, rodeando eljardín.

—¡Aidan! —repitiócuando estuvo lo bastante cerca—. ¡Serás descastado! ¡Mira queno decirnos cuándo ibas a venir!

Su hermana llegó a sulado y le tendió la mano en un saludo de lo más masculino. Montabaa la amazona, algo bastante inusual en ella. Llevaba un vistososombrero con plumas, con el pelo rubio suelto casi hasta la cintura ylleno de bucles y rizos. ¡Era su adorada Freyja de siempre!

—¡Pues cómo te creesque se dan las sorpresas! —le replicó, aferrándole la mano—.¿Cómo estás, Free?

Estaba bronceada, teníala mirada vivaz y rebosaba salud; en suma, tenía un aire tanimpropio de una dama como el que había ostentado durante los añosen que toda una cohorte de institutrices había intentado en vanohacerla entrar en vereda.

—Encantada de verte.¿Sabe Wulf que estás en Inglaterra? Habría sido muy propio de élno habérselo dicho a nadie.

—No le he escrito.

A poco llegaron los doshermanos, que cabalgaban a un ritmo más sosegado. Rannulf, ungigante rubio, sonrió y le tendió su enorme manaza.

—¡Qué maravillavolver a verte, Aidan! —exclamó—. ¿De cuánto tiempo dispones?

Alleyne, más joven ydelgado, de pelo más oscuro, sonrió alegremente.

—El guerrero regresatriunfante. ¿En caballería no os dejaban coger papel y lápiz,Aidan?

—Ralf, Alleyne...—Aidan les estrechó la mano—. Dos meses, de los cuales hatranscurrido ya una semana. Tenía algunos asuntos de que ocuparme.—Como casarme, pensó—. ¿Y para qué usar papel y lápiz cuandoiba a venir en persona? ¿Está Morgan en casa?

Ligeramente casadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora