Capítulo 18

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harlie se lanzó decabeza contra la tripa del señor Biddle. Pero tenía los papelesfirmados por el conde de Luff, de modo que no había nada quereplicar. Además, a Becky y a Davy les habría asustado aún másvernos pelear. La señora Pritchard nos convenció a todos de que noscalmáramos antes de que los fueran a buscar. El señor Biddle ledijo a Will Perkins que regresara a su casa.

—Yo fregué la sangredel suelo antes de que bajaran los niños —dijo el ama de llaves,sin que nadie le diera la palabra—. Pero les habría roto la nariza todos, al igual que la cabeza. ¡Qué canallas! Cinco hombreshechos y derechos para llevarse a dos niños.

—Te habrían arrestado,Agnes —dijo la señora Pritchard sonándose la nariz con el pañueloy habiendo recuperado el dominio de sí misma—. Te habrían llevadoa la cárcel a rastras.

—Bueno, no habría sidonada nuevo para mí —contestó el ama de llaves con descaro.

Aidan miró a la mujerpor encima del hombro, aprobándola a su pesar. De no haber tenido ladesgracia de nacer mujer, habría sido un sargento estupendo.

—¿Cómo estaban? —Evetenía la voz temblorosa, aunque no lloraba. No había llorado enningún momento. Después de la escena de histeria que habíaprotagonizado en la sala de recibo de Wulf, se había refugiado en símisma y estaba tensa y taciturna— ¿Cómo estaban cuando... cuandose los llevaron?

—Les dije que iban apasar unas pequeñas vacaciones con su tía, que tenía muchas ganasde verlos —explicó la señorita Rice—. Les dije que sería hastaque regresara usted, Eve. Que se iban a divertir.

—Pero sabían lo queestaba pasando— añadió la señora Pritchard afligida, con sucantarín acento galés—. No se dejaron engañar en ningúnmomento. Davy tenía los labios blancos y Becky los ojos abiertos depar en par. Y no solo porque el aya Johnson les había contado quehabía unos malhechores por los parajes y que era por eso por lo queel señor Biddle y sus ayudantes habían venido para llevarlos a casade su tía, para protegerlos. Cada vez que lo recuerdo se me encogeel corazón.

—Mis niños. Mis pobresniños.

El dolor que había en lavoz de Eve despojaba de melodrama sus palabras. Quizá por primeravez Aidan comprendió el inmenso apego que unía a su mujer con loshuérfanos que había acogido en su hogar. Para ella no eransolamente casos perdidos. Eran su familia. Habría estado igual deafligida si lo hubieran sido de verdad.

De repente Eve se puso enpie.

—¡Qué hago aquí,sorbiendo té y calentándome con el fuego! —gritó—. Tengo queir a verlos. Tengo que traérmelos a casa. ¡Qué miedo tendrán!

—Iré contigo, cariño—se ofreció el ama de llaves—. Cogeré a ese Morris por elpescuezo y haré un nudo con él.

—Agnes, por favor —dijola señora Pritchard en tono reprobatorio.

Aidan se volvió hacia elinterior y se aclaró la garganta. Todos los ojos se posaron alinstante en él.

—¿El juez de la zonaes el conde de Luff? —preguntó—. ¿El padre de Denson?

—Así es coronel—respondió la señora Pritchard.

—Entonces es ante élante quien hay que reclamar. No tiene sentido que vayas a visitar atu primo, Eve, y apeles a su lado más bondadoso. Mucho me temo queno lo tiene. Y no tiene sentido proferir amenazas y fanfarronadas.Cecil tiene a la ley de su parte, y la ley lo apoyará aún con mayorfirmeza si das signos de rebeldía. Tú o cualquiera de tussirvientes.

—Pero... —comenzó adecir el ama de llaves.

Aidan le dirigió sumirada más gélida y altanera.

Ligeramente casadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora