Capítulo 19

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Ya en el carruaje, Eveiba sentada entre Davy y Becky con un brazo por encima de cada uno.No quería saber nada de soltarlos, todavía no. Becky le estabaenseñando un pequeño pañuelo de encaje donde llevaba todos lostesoros que la tía Jemima le había dado: un broche al que lefaltaba uno de sus brillantes de imitación, un pendiente cuya parejahabía desaparecido, un brazalete con el corchete roto. Davy iba ensilencio. Al parecer, los habían tratado bien. La tía Jemima sehabía preocupado por ellos y los había atiborrado de comida—especialmente pasteles— Había arropado a Becky en la cama,besándola.

—Pero he echado demenos tus cuentos, tía Eve —dijo. Y te he echado de menos a ti. Ya Benjamin. Y a la tía Thelma y la tía Mary. Y la tata.

—Y todo el mundo os haechado en falta a los dos —dijo Eve, achuchándolos—. Os heechado de menos a todas horas. No volveré a irme al menos sinvosotros. Me quedaré con mi familia. Con mis niños. Y nadie os va allevar de vacaciones a ningún lado a menos que os pregunten primerosi queréis ir y yo esté presente para comprobar que os lopreguntan. Fue bastante inconsciente por parte del primo Cecil mandaral señor Biddle a buscaros solo porque alguien dijo que habíamalhechores por los alrededores. Os podría haber asustado. Pero latía Jemima sí que os quería ver.

—Él dijo que nopodríamos volver a Ringwood —dijo Davy, que abría la boca porprimera vez.

—Se equivocó —replicóEve—. Juraría que la tía Jemima no dijo eso, ¿verdad? Ni más nimenos que el conde de Luff, juez en esta parte del mundo, acaba dedictaminar que Ringwood será vuestro hogar permanente y que yo serévuestra madre, o sustituiré a vuestra madre —precisó con cautela.Siempre había animado a los niños a mantener vivo el recuerdo desus padres y a hablar de ellos.

Becky miraba a Aidan, queiba sentado enfrente y cuyas rodillas rozaban de vez en cuando las deEve.

—¿Eres tú nuestronuevo papá? —le preguntó.

Él no contestóenseguida y Eve levantó los ojos sin querer buscando su mirada. Lomás seguro era que se fuera al día siguiente con más razón ahoraque su hermano estaba en Ringwood con una carroza privada con la queregresar. No tenía ningún motivo para quedarse. Lo habíacomprendido desde el día de su victoria, que le había hecho flojearlas piernas de euforia. Una euforia que tuvo su eco en el inmensojúbilo con que los espectadores acogieron el veredicto del conde.Pero había sido una alegría agridulce. A la mañana siguiente seiría Aidan.

Y, a pesar de todo, lehabía sonreído.

No había sido solo unaexpresión de sus ojos, como la que había interpretado como unasonrisa en el baile de Bedwyn House. En esta ocasión se habíatratado de una sonrisa plena, radiante, con las comisuras de la bocaapuntando hacia arriba y pliegues en el borde de los ojos, unasonrisa que le había iluminado todo el rostro. Toda la dureza,adustez y frialdad de su rostro había desaparecido como por ensalmoy cambiado a una expresión luminosa y cálida, hermosa y risueña.

Inexplicablemente, habíasido un momento de mayor intimidad entre los dos que cualquiera desus relaciones sexuales. De su más profundo interior había salidoalgo, una alegría más brillante que el sol, y la había envuelto,la había estrechado con mayor firmeza que sus brazos.

O eso le había parecido.Quizá fuera solo una sonrisa.

Le había sonreído.Durante una eternidad. Quizá quince o veinte segundos, hasta queCecil había salido de la sala como un basilisco y la tía Jemima,llorando lastimeramente, se había precipitado a abrazar a Eve ydecirle que amaba a los pequeñuelos, los amaba de corazón, peroestaba demasiado vieja y cansada para encargarse de sus cuidadoscotidianos. Eve le había devuelto el abrazo, asegurándole quepodría ir de visita, para verla a ella y a los niños, cuandoquisiera. Cuando pudo volver su mirada hacia Aidan, este estaba alfondo de la sala conversando con el duque de Bewcastle y el conde deLuff y tenía de nuevo su habitual aire abstraído y hosco, acentuadopor el uniforme.

Ligeramente casadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora