Capítulo 10

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—A lo mejor este añote invitan —le decía la tía Mary, esperanzada—. Ya has dejadoel luto por tu padre, cariño, y además ahora eres lady Aidan Bedwynen lugar de la simple señorita Morris.

—No tengo ganas de ir—replicó Eve—. Aunque lo haría si la invitación te incluyera ati.

—Ya sabes —añadiósu tía con tono de reproche— que no es para mí para quien quierola invitación. Yo ya estoy viviendo en el paraíso. Es por ti. Ya eshora de que se reconozca quién eres: una dama a carta cabal, pormucho que tu padre y tu vieja tía se ganaran en su día honestamentela vida trabajando de mineros. Esperaba que la perspectiva de unafiesta al aire libre te levantaría el ánimo, que lo tienes por lossuelos.

Esa tarde habían hechouna visita a Serena Robson y volvían a Ringwood en la calesa. En lareunión en casa de Serena había surgido el tema de la fiesta anualde Didcote Park. Para que su jardín estuviera concurrido, el conde yla condesa de Luff invitaban sin falta a todos los vecinos conaspiraciones de nobleza. Pero siempre habían excluidopuntillosamente a los Morris. Serena le había dicho a la tía Maryque esperaba que ese año invitaran por fin a Eve. Y había añadidoque ella no asistiría si no iba su amiga.

—No tengo el ánimo porlos suelos —dijo Eve, sonriendo—. ¿Quieres que me pase el díariendo solo para demostrarte no me siento abandonada ni desairada?

En efecto, así era. Nose sentía ni abandonada ni desairada. Había hecho un pacto con elcoronel Bedwyn y ambos habían salido ganando. Ella se había quedadocon los niños, sobre todo, con los niños. Por su parte, él habíacumplido la solemne promesa hecha a Percy. Ahora cada uno podíaseguir adelante con su vida como mejor lo entendiera. ¿Qué teníaello de deprimente?

No obstante, estabadeprimida. Pese a todo cuanto había ganado, pese a la bendición deun hogar y una familia, se sentía tan vacía que le daba miedo. Nohabía oído una sola palabra ni de John ni de sus andanzas. Ytampoco había oído nada sobre el coronel. Aunque no acabara decomprender por qué, tenía que reconocer que este último hechopesaba tanto sobre su ánimo como el primero. La idea de que novolvería a oír ni una palabra sobre su marido —con la excepcióntal vez del día de su muerte— le provocaba un pánicoinexplicable.

La aparición de Thelma yde los niños coronando la cima la cañada la distrajo de aquellastristes meditaciones. Cuando el carruaje llegó a la altura delestanque de los lirios, apareció también a la vista Benjamin ahombros del pastor Thomas Puddle, quien llevaba a Becky de la mano.Eve les hizo señas.

—Ah —dijo al verlosla tía Mary, con expresión de malicia.

El vicario había bailadoun par de veces con Thelma en la fiesta nupcial celebrada en elpueblo en honor de Eve. La semana anterior había acudido ennumerosas ocasiones a preguntar por Eve e interesarse por la salud dela señora Pritchard. En cada ocasión había pedido presenciar unaclase de los niños. No hacía falta ser un lince para detectar loque se estaba fraguando entre él y Thelma. Lo que más apreciaba Eveera que el pastor no creyera en su inmerecida reputación de mujerdeshonrada. Como era un alma cándida atraía a los niñosnaturalmente, sin tener que hacer esfuerzos por granjearse suconfianza.

—Me parece a mí quealguien sí ha salido ganando con esto —comentó Eve.

Le sorprendió no haberadvertido la presencia de una carroza desconocida delante de lapuerta principal. Era el carruaje más deslumbrante que hubiera vistojamás, incluido el del conde de Luff. En la puerta lateral destacabaun escudo de armas. No lo reconoció, aunque era cierto que teníapocas nociones de heráldica.

—Tenemos un visitante—dijo, señalando en dirección a la mansión con un gesto de lacabeza—. Me pregunto quién será. El estómago se le revolvióante la idea de que pudiera tratarse de John.

Ligeramente casadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora