20.

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Quería gritar. Quería moverse, revolverse y alejarse. Quería empujarlo y quería lanzarse a él.

Tuvo que echar la cabeza levemente hacia atrás, persiguiendo los dedos cálidos de Steve, los que ascendían gentilmente por su nuca, peinándole a contra pelo. Eran unos escasos treinta centímetros los que les distanciaban; lo había calculado a ojo, con la vista inmóvil en el rostro relajado de su camarada.

El tiempo invariable, irrelevante para ambos, tan sumidos en el afónico lugar en el que se había convertido su taller, tan concentrados en mirarse, detallándose, buscando imperfecciones que no parecían existir. Tan egoístas que ni siquiera Tony se acordó del desamparado Mark 43, tirado en el suelo, con la palanca clavada en una de las juntas toráxicas.

«¿Qué te pasa conmigo, Tony?» Le había preguntado Steve, y, honestamente, él no sabía qué responder a eso. No quería responder a eso.

Hasta aquella pregunta que se negó a contestar, quedó olvidada, sepultada por toda la intensidad que estaba devorándoles, que estaba mordiéndole las piernas, trepando por su cuerpo, inundándolo a su paso de una agradable y, a la vez, agobiante emoción, una que anidó en su cerebro engullendo cualquier cosa inteligente que Tony tuviera allí, dejando vacío. O eso creía Tony, hasta que Steve preguntó de nuevo.

―Sé que te pasa algo conmigo. Lo sé, puedo sentirlo, Tony ―aseveró Steve, insistentemente; sin dejar de acariciarle los últimos mechones del pelo―. Lo sé, lo noto. Estás... Distinto. Me evitas, llevas haciéndolo por una semana completa y yo... Yo... Yo, me estoy desesperando por eso ―balbuceó con lacerante sinceridad―. ¿Qué es?

Stark pareció meditarlo incluso. Embruteció el gesto de la cara y apartó urgentemente la vista del militar, mirando más allá, sobre el hombro izquierdo de Rogers, estableciendo la mirada esporádicamente en su exposición y colección personal de sus primeras armaduras. Mentalmente hizo una apreciativa recopilación de cada significativa cosa que le había dicho el capitán.

―Tony. ―lo llamó Steve; y los dedos de éste se aferraron brusca e imprevisiblemente a su cabello.

Él volvió a sobrecogerse y lo miró otra vez.

Steve bien podría ver la chispa en sus ojos aleonados, el vórtice de rabia en ellos, la inconformidad y la pasión confinada allí.

― ¿Qué? ―rugió Tony, reaccionando, y de un manotazo se liberó del agarre del más alto.

Steve proyectó una mueca afligida y retiró la mano con abatimiento. Tony era un hueso duro de roer, tan obstinado que competía arduamente con su propia perseverancia, tan terco e inaccesible que él había tenido que aprender a rendirse de vez en cuando por el bien de ambos. Suspiró largamente y se alentó a sí mismo con osada valentía, como si estuviera en el campo de batalla, en la guerra o en cualquier callejón de Brooklyn a punto de ser apaleado. Irónicamente, se sintió como aquel muchacho enclenque y pensó que parecía muchísimo más sencillo soportar aquellas palizas que encarar a Tony Stark.

―No puedo olvidarlo ―declaró―. Nada. Ni aquella ducha, ni cuando te quedaste a dormir en mi casa. Ni el paseo en mi motocicleta. El beso en la cocina... Si no estuvieras con Virginia yo...

Tony no mostró interés en pronunciar ni una sola palabra. Con sus propios dilemas, aterrado de que el fino oído del súpersoldado pudiera escuchar los frenéticos y poderosos latidos de su corazón, decidió que Steve podía seguir creyendo que Pepper y él seguían juntos; porque lo que Tony testarudamente no podía olvidar era aquel infructuoso beso que Rogers le denegó tapándole los labios.

Steve, que había dejado las palabras al aire concienzudamente esperando no tener que explicar nada más, estaba desesperándose ―tal y como había asegurado― y rogó al cielo que Tony abriera esa insolente boca que solía tener y dijera algo, lo que fuera.

Descontrol. (Stony)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora