「una señorita enamorada」

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Aquella tarde también olía a hojarasca

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Aquella tarde también olía a hojarasca. El aliento otoñal, gélido aún si el fulgor del sol reposaba sobre las escaleras del burdel, mecía las ramas y las faldas de las mujeres que transitaban. Una mirada de tedio las seguía; era la mía, casi anhelante, casi triste; en todo caso, invisible. Yacía sentada a la sombra, en la puerta de este sitio empañado por un rojizo sucio. De vez en cuando jugaba con el dobladillo roto de mi vestido naranja, el de satín, el de siempre. Entonces no esperaba nada, ni dinero ni compañía. Yacía tan solo cómoda sobre la madera, sin hacer nada, porque eso que creía era la felicidad en mi vida, se reducía a una espera insatisfecha, pacífica; el ocio de la contemplación en las tardes bellas.

En aquella ocasión, cuando la señorita enamorada se acercó a mí, las campanas de la iglesia redoblaban su llamado a la misa de las cinco. Ella, que portaba un vestido negro, zapatos de tacón que repiqueteaban a cada paso, y los caireles sueltos con negligencia, parecía extraviada en el silencio del callejón. Caminaba con angustiosa calma, con una expresión de desasosiego que se transparentaba en su rostro de pecas y grandes ojos como el mar. Cuando la vi, pensé que debía ser un rayo de luna; en todo caso, un cuerpo puro, al que mis manos manchadas jamás podrían aspirar. Sin meditarlo, le dirigí una sonrisa. Aquel era el único y más valioso tributo que podía ofrendar a su belleza; un guiño para manifestar la admiración desinteresada que un ser abyecto como yo era capaz de experimentar desde su putrefacción.

La señorita entristecida me miró, y al instante sus pasos se tornaron vacilantes. Se detuvo, me contempló con sus ojos de cielo guardando en ellos un dejo de esperanza y suspiró adolorida. La voz suave, quebradiza, transgredió nuestras diferencias. Aquella tarde de otoño, ante mi espanto, la melancolía en silueta de mujer apeló a mi misericordia. Con sus manos trémulas extendidas hacia mí, murmuró: Señorita, me apena hondamente confesarlo, pero vengo a solicitar sus servicios. Usted, que luce honesta, tome estas monedas como pago anticipado y acuda a la dirección que anoté en esta hoja. Cuando toque a la puerta, un caballero extranjero, muy distinto a nosotras, la recibirá. Deberá entregarle esta carta, esperar a que la lea y sólo entonces, si él la acepta, podrá servirle. Cuando lo haga, sea amable, muy amable con él... como lo sería con su padre o con su hermano; hable despacio, para que comprenda sus palabras; agache la mirada, haga lo que él le ordene incluso si es vergonzoso o no le place hacerlo. Se lo suplico, señorita. Su visita debe ser impecable. ¿Puede hacer ese favor por mí?

Sólo Dios conoce el terror que sus palabras me ocasionaron. Recuerdo haber oscilado entre sus labios rosas, temerosos del viento, después haber tropezado con el cielo, y con la iglesia y sus cúpulas doradas. Pensé que quizás aquel evento podía ser una señal, incluso si era incapaz de leer su propósito. Un presagio, algo. Acepté en un suspiro y, cuando contemplé el interior de la pequeña bolsa de monedas, me percaté del auténtico tesoro que me había sido otorgado.

En el crepúsculo oscuro, junto al malecón, un hombre que pensé tendría poco más de cuarenta años me recibió tras la puerta de madera. Portaba un traje negro de corte asiático, chino o japonés, ¿cómo podía saberlo yo, de mirada pobre, enjaulada eternamente en el Mediterráneo? Sobre la cinta que se asía a su cintura estrecha, exóticas flores de diversos colores se enredaban bordadas sobre la tela negra. Pude entrever bajo el cuello de su traje el pecho anémico, lechoso, como el de un cadáver fresco; los labios delgados, incluso crueles; los ojos severos e innegablemente orientales. Sin la necesidad de una advertencia por parte de la señorita, de igual forma me hubiese resultado imposible sostener su mirada. El hombre leía la carta, impasible, mientras yo me tornaba cada vez más frágil, más pequeña ante aquellas piernas largas, ocultas bajo la negrura de la tela. Finalmente me dejó pasar.

Recuerdo el incienso de su alcoba, las imágenes paganas en las paredes, aquellos signos incomprensibles dibujados de forma vertical sobre los pergaminos. Todo era tan extraño, tan misterioso para mí, a pesar de que creía conocer en mi papel de prostituta la naturaleza de todos los hombres. Recuerdo sus manos heladas de largos dedos espectrales acariciándome mientras me bañaba con una dulzura tibia entre pétalos de flores y esencias en el agua, en su tina. El señor Hara, como supe después que se llamaba, me tomó entre las sombras azules del ocaso. Lo hizo en silencio, con una virilidad que me lastimaba, con sus huesos que se enterraban en mi carne blanda. En el acto, me descubrí deseándole tanto como le temía; a su alma, a sus manos alrededor de mi cuello. Tras la violencia acostumbrada, natural en los animales, se sentó a la orilla de la cama y fumó en su pipa mientras yo miraba el mar a través de la ventana.

Preguntarme el motivo de su estancia invasora en nuestro sitio resultaba de nula importancia si lo comparaba con mi curiosidad respecto a la tinta sobre el papel, a la señorita, sus intenciones y su relación con aquel hombre tan extraño. Me pareció verla con los ojos tristes, abandonada, recostada sobre la cama de blancas sábanas justo donde yo yacía utilizada... o quizás reclinada en el alféizar de la ventana, con su vista perdida en la inmensidad del azul. Cuando tuve que partir, pregunté al señor Hara si podía traducirme la carta. Él, con extrañeza, concedió mi deseo, quizás en un acto de conmiseración.

Mientras caminaba de regreso al burdel, abandonando a cada paso el sonido del mar, repasé entre mis labios cada frase... palabras tan tristes que nunca habré de olvidar: Amado Maestro, mi Señor, hoy sacrifico ante usted el último rastro de dignidad que me queda. Esta mañana, mientras le escribo, mi pasión ha terminado por consumir mi orgullo entero, y me entrego por completo a su voluntad. Como muestra de ello, reciba este regalo. Le envío a la mujer en venta más hermosa que encontré; haga con ella lo que le plazca, tal como puede hacerlo conmigo, incluso si me desprecia. Usted lo merece todo, cada placer existente en este mundo, y es mi deber procurarlo. Y si es que acaso lo merezco, o quizás usted lo desea, recuérdeme una vez más como la única mujer que sin dudarlo moriría por su causa. Lo amo, cada día con mayor desesperación...

Aquella noche me senté a llorar en la acera, sin saber por qué. Quizás lo hice por mí, por mi apabullante soledad o la exposición de mi cuerpo ante un ser que a distancia me parecía maligno; tal vez por la señorita y su inminente camino hacia el abismo, incluso si me había escogido como una ofrenda sin emociones; quizás, sólo quizás, lo hice a partir de aquel sentimiento universal tan femenino. Como fuese, el dolor en mi pecho era auténtico.


[Comentario de la autora: Bagatela en su totalidad; relato improvisado, redactando en una sola sentada, sin mucha atención. De alguna forma, recordé aquella escena de Adela H. que tanto me impresionó y terminé por recrearla a mi manera. Ojalá sea de su agrado y compartamos algunas reflexiones. // Nota posterior: Por cierto, ¿no les parece esto una nueva versión más madura de "El chico de las violetas"? // Segunda nota posterior: el sentimiento femenino tan universal es la sororidad. Igualmente funciona si no lo menciono, pero quise hacerlo.]

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