「recuerdos del Edén」+18

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A menudo, en la decadencia del otoño, recordamos el Edén

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A menudo, en la decadencia del otoño, recordamos el Edén. Supongo que entre mis carencias se encuentra esa habilidad de expresión que Xavier sí posee; por algo se hace llamar artista ¿no es así? Flor por flor, ave por ave, aquel jardín inmenso que algún día fue nuestro, llena los espacios del óleo en blanco. Descubro la silueta encorvada de mi hermano en el atardecer, con el rostro lúgubre hacia la ventana, como fingiendo no ver la pared enmohecida. A mí también me reconforta imaginar, de vez en cuando, que no vivimos presos en la última alcoba de esta casona habitada por sombras. Después de realizar los menesteres de la planta baja, ajena, me pierdo en mi bordado y él en sus pinturas. Nos encerramos. Sin embargo, llega un momento en que la pincelada se torna molesta, incluso primitiva, y sé que es hora de levantarme porque él me necesita. De mi silla a su taburete, la falda negra ondea con el viento, y en un segundo estoy de vuelta a nuestro Edén.

En ese entonces éramos tan jóvenes que aterra recordarlo; la ignorancia, la esperanza. Vivíamos en la hacienda de mamá, bajo la gracia y el orden de Dios, por lo que nada nos faltaba y nuestra existencia era tan feliz como ociosa. En ocasiones los campos sufrían leves sequías debido a los calores de nuestra región; pero la mayoría del tiempo disfrutábamos de aquella espléndida cantidad de frutos que arrancábamos frescos de los árboles; las natas en el desayuno hechas con auténtica leche bronca, el pan recién horneado por mamá. Nos recuerdo crueles, irresponsables, tan bobos corriendo por los prados a carcajadas. Abundaban los insectos y los pajarillos, por lo que el tío tenía su criadero en el ático de grandes jaulas y ventanales; nosotros jugábamos a los apaches con sus plumas. Recuerdo la luz, recuerdo nuestra hermandad. Estela, la mayor, era la más parecida a mamá. Es como si aún viera sus pies pálidos y ligeros, el andar activo en sus zapatos de tacón. Xavier, el segundo, siempre fue sensible, frágil y enfermizo; pero en ese entonces su belleza opacaba la nuestra, y su simpatía ganaba con su fulgor a los soles de abril. Yo era la pequeña, la malcriada, y la más carente de malicia.

Recuerdo los baños en el río, los pechos erguidos de Estela a contraluz, su largo cabello dorado y el abrazo inocente que nos unía en desnudez. Al atardecer, él tocaba su guitarra gitana, ella bailaba al ritmo de las cuerdas, y yo mantenía la vista fija sobre las ondas florales, pasajeras, que se dibujaban en el aire con el movimiento de sus faldas recién confeccionadas. Y creía vivir un sueño de gasa. Evoco las lecturas en voz alta durante las tardes lluviosas, la imagen de Estela tan similar a Venus con flores enredadas en su pelo, mientras Xavier la retrataba al óleo, junto a la ventana. El roce de sus dedos, nuestra complicidad. También estaban los paseos durante el alba que consistían en la recolección de aquellos frutos exóticos venidos de Oriente que habían sido cultivados a petición del tío. Entonces vi por primera vez las bayas rojizas, brillantes y dulces cual beso, que pendían de los árboles y mamá nos prohibía severamente tomar. Todos acatábamos sus órdenes con amabilidad, mansos cual ovejas, por lo que el potencial de seducción que habitaba en el carmín era opacado bajo la luz de nuestra siempre respetable señora.

Supongo que, para ese entonces, en verdad me encontraba protegida por la ceguera. Para mí era muy natural escuchar las noticias de la guerra apenas sin comprender de qué se trataba; las fotografías del periódico no significaban nada ante mis ojos, pues mostraban una realidad ajena, lejana a mi mundo rural y colorido. Debido a esa misma ingenuidad, creía firmemente a mi hermana cuando ella lloraba y me abrazaba fuerte, diciendo que no deseaba irse, que me iba a extrañar demasiado como para soportarlo. Sabía que mamá le había conseguido un prometido; Josué era guapo, rubio como ella, y amable también, por lo que a mí me simpatizaba mucho, y más cuando me regalaba golosinas, me sentaba en sus piernas y me adulaba con paternal dulzura. Yo sabía que era adinerado, trabajador, por lo que no comprendía la caprichosa reticencia de mi hermana quien insistía en rechazarlo.



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