「el demonio, mucho tiempo después」

173 17 12
                                    

Mucho tiempo después nos enteramos de que el Noble demonio vengador no era más que un mercenario, un asesino a sueldo, sucio traidor de la patria y de quien le enseñara a blandir su espada a temprana edad

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.

Mucho tiempo después nos enteramos de que el Noble demonio vengador no era más que un mercenario, un asesino a sueldo, sucio traidor de la patria y de quien le enseñara a blandir su espada a temprana edad. Para entablar con él un negocio habría de buscarse en las sombras, quizás en las cloacas. Para ese entonces, cuando yo lo amaba incluso sin conocerlo, la leyenda pesaba más que la verdad y todos los desamparados nos aferrábamos a él cual héroe; su anonimato contribuía en este carácter etéreo, por poco fantasmal, que habría de permanecer incluso en la nostalgia de los días. Esto, si no en los pueblos aledaños, al menos en mi corazón.

Cuando coloqué su rostro en aquel muñeco de paja que mi abuela me había obsequiado como amuleto de la suerte, para mí debía ser un samurái errante de cabellos largos, alto y delgado; tan ágil, tan lleno de cicatrices bajo su máscara de oni... lo imaginaba entre los cerezos de la noche, escuchando en los murmullos del viento mis plegarias porque, tras oír que se hallaba cerca, deseé que con sus manos de honda nobleza hiciera rodar por fin la cabeza de mi padrastro. Creía en su pasado triste, en que yo, más que nadie, lo comprendía, y que habría de seguirlo sin importar su rumbo en agradecimiento, aunque fuese como un perro o una sirvienta. Deseaba creer que aquel hombre cruel hallado sin cabeza en su alcoba era la muestra fehaciente de esta piadosa existencia; me aferraba a las habladurías, a aquello que escuché de un inquilino en nuestra posada: el corte es increíblemente limpio, sólo puede ser obra suya.

El muñeco de la abuela terminó fungiendo como una figura de invocación que abrazaba por las noches, rezando por el final de nuestra esclavitud. Mi padrastro, por medio del horror, nos arrebató todo; mamá y la abuela cual servidumbre en una esquina; yo en la posada obligada a servir su sake día a día, a él y a su amante, quien gozaba humillándome y robando mis pertenencias más preciadas. Odiaba sus risas grotescas, el burdel en que se había convertido nuestra casona. Si te vas, mataré a tu madre; voy a golpearla hasta romperle el cráneo, la haré pedazos con un cuchillo de carnicero y la tiraré en todas zanjas del pueblo para que perros y ratas se llenen con ella y sólo exista en su excremento ¿entiendes? Y si no regresas, lo mismo le espera a la vieja; voy a quemarla viva en el patio y tomaré tranquilamente mi licor mientras escucho sus miserables gritos. Piensa bien antes de actuar. Puta de mierda.





Aquella noche de verano vi llegar a la posada a una mujer apenas cuatro o cinco años mayor que yo. Venía acompañada por un cargador con sus pertenencias en la espalda: una valija, una caja delgada y alargada. Recuerdo haber admirado con codicia la horquilla que adornaba su cabello, la pedrería brillante, azul. No era especialmente baja o alta, gruesa o delgada, fea o guapa; era más bien común. Acaso distinguí un aroma sutil a bambú que emanaba de su cuerpo. Y pienso que la hubiese envidiado, más por su libertad que por su porte, si tan sólo no hubiese sido tan amable conmigo: la posada se encontraba llena, por lo que sin reparos le asignaron mi cuarto. El cruel destino que me esperaba consistía en una noche de maltratos en la alcoba contigua donde se hallaban esos dos malditos, separada sólo por una puerta de papel, o quizás congelándome en el pasillo. Sin embargo, la mujer se enteró de las circunstancias y dijo, tan dulce y severa: Está bien, compartiré el lecho con esta señorita. No tengo problemas ni deseo ocasionarlos.

La velada transcurrió como se espera en compañía de una cordial extraña. Serví la cena, el té, y apenas cruzamos palabras sobre las crecientes lluvias, las circunstancias del pueblo, su camino de viajera hacia el sur, sus conocimientos en botánica. No recuerdo con exactitud su discurso, aunque fuese interesante, ni siquiera la voz; creo que mi memoria retiene con mayor ahínco lo ocurrido después, cuando nos fuimos a acostar. Antes de hacerlo, tomé de bajo mi almohada al muñeco de paja y deposité en su frente un pequeño beso, como cada noche desde que me acompañaba. Ella me miró con curiosidad e inquirió; lo hizo con tanta insistencia que me vi obligada a confesar mis anhelos, mi devoción por el demonio. Si lo reflexiono hoy en día me percato de lo torpe y arriesgado que fue aquello ¿qué habría hecho si esa mujer sin nombre me delataba, si a su partida murmuraba a mi padrastro en el oído que fuese cuidadoso porque había una harpía en casa? Mas era su rostro a contraluz, el olor de su pelo, sus dedos maternales que se deslizaban por mi cabello y que después, quizás más amantes, tocaban mi barbilla, aquello que me hizo sentir a salvo y soltar por vez primera todo el dolor transformado en rabia que se anidaba y crecía en mi corazón.

Ella escuchaba mis susurros bajísimos en su oído, el lenguaje de mis dedos, con sus labios delgados, sus ojos de hermana mayor; me miró así, sorprendida, tal vez molesta cuando confesé mi codicia por su horquilla. El motivo radicaba en que yo antes poseía una similar, que la puta de mi padrastro había robado y lucía cual respetable señora en la entrada de la posada cuando no era más que una ramera cruel y viciosa. Por supuesto, yo esperaba un consejo, la instancia a una huida velada o a la rendición cabizbaja, dependiendo de la crianza de aquella señorita. Pero no recibí nada. En cambio, permaneció en silencio, me abrazó en penumbras y se recostó a mi lado; sentí sus caricias tan raras, tan cálidas mientras el sueño nos vencía. Incluso si era extraño, recuerdo haber sentido una paz que me embriagaba repentina como quien descansa tras un gran esfuerzo; como despojarse de una armadura, como el primer orgasmo, desconocido y placentero.

En algún punto, en la oscuridad, un beso húmedo se posó sobre mi frente.





Recuerdo haber dormido de forma tan plácida y profunda que ni siquiera escuché el momento en que ella partió. A la mañana siguiente, la luz como un segundo roce en mis párpados me devolvió la conciencia con su tibieza. Limpié la saliva de mi mejilla, ¡tan dulce había sido mi sueño! Y hubiese permanecido largo rato más con los ojos cerrados, dormitando, descansando por tanto trabajo, por tantas noches desvelada... de no ser porque un olor ineludiblemente inherente al cuerpo humano que se posaba en mi nariz, no coincidía con el de mi baba ni con el de mi sudor. Fruncí el ceño, estiré la mano, y palpé una humedad viscosa tan horrible que me obligó a abrir los ojos de golpe. Después tuve que gritar, levantarme y retroceder con horror: la puerta corrida, los cadáveres decapitados de aquella pareja de abusadores que tanto anhelaba ver muertos.

Memoro el vértigo, la náusea y el vómito; aquella sensación inefable del pavor anclado a los huesos, mezclado con la incredulidad de quien recibe un premio deseado, convenido por años de agonía: las cabezas de aquellos en una esquina, en seco, acompañadas por dos horquillas azules... a su vez, la ausencia de mi muñeco. ¿En qué momento, en las penumbras, en un silencio tan benévolo que había sido incapaz de despertarme ocurrió aquello? ¿Cuándo? ¿Por qué no me percaté? Después de mi horror, la violencia, los pies veloces, las autoridades en casa.

Recuerdo haber sido interrogada. Sólo nosotros tres habíamos visto a la mujer. Guardé el secreto, agradecida, asustada, eufórica... enamorada al fin.

Tiempo después, cuando la calma regresó a nuestras vidas, supe en dos ocasiones de bandidos que habían sido ejecutados en su nombre. Poco importaba, el demonio vengador continuaba libre y yo podía yacer tranquila porque conocía la verdad. No fue hasta que aprehendieron a una mujer misteriosa que los asesinatos de corte limpio cesaron; cargaba una valija, una caja delgada, alargada y muy densa. Supe que su destino fue el mismo, que la asesinaron como a cualquier samurái traidor de la patria, y el escándalo que descubrir su sexo despertó en la población. Me pregunté ¿qué harían después con su espada justiciera? ¿Llevaría con ella el pequeño demonio de paja? ¿Me habrían ejecutado de haber huido a su lado como lo soñaba en mi adolescencia? Pensé que eso hubiera estado bien. Escoger a nuestro verdugo es un derecho vital.

Aquella noche lloré, incluso si la noticia caducada llegó en el periódico, mucho tiempo después.





[Notas de la autora: ando despabilando la pluma, no sé si salió bien o si me gusta del todo. De igual forma, gracias por leerme. Saluditos.]

SuspirosWhere stories live. Discover now