「los besos negados, María」+18

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María bonita

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María bonita

María fue la primera mujer que contemplé desnuda sin ser mi madre, durante la pubertad. Quiero decir, desnuda en persona, más allá de las revistas pornográficas que nos traficaban los muchachos mayores del patio. Lo hice por la rendija de los baños, pero es que ¿quién no la miró así en la ducha, con la ventana abierta, el techo de lámina, tan desvergonzada como era? Ahora comprendo que detrás de esa negligencia que blandía con sus ojos inocentes, se hallaba un fuerte anhelo exhibicionista por ser sorprendida así, mojada, morbosa. Yo no sé cómo o qué fue el cuerpo de María para otros mirones, pero para mí representó todo un despertar a los doce años. Y sin sospecharlo, cuando salí de orinar, ya estaba enamorado.

María Esperanza era la única hija que le quedaba a Doña Gabriela, todas las demás casadas. Contaba siete u ocho años más que yo, pero ya era conocida en el vecindario por sus besos y sonrisas, sus trenzas largas, la facilidad de su amor, sus dos abortos despreocupados y aquel lunar en el labio superior que marcaba por siempre su destino, porque lunar cerca de boca seña de loca. Igual se le reconocía por los cardenales en la piel, pues la madre más que educarla sabía partirle palos en la espalda y echarla a la calle con una mano atrás y otra adelante... sólo para verla volver dos semanas después con su relicario en el cuello. En fin, todas las flores eran para María, todas las serenatas y escupitajos también. Y yo la deseaba con mayor anhelo por cada cigarro fumado a escondidas en la noche.

Desde entonces cultivé este vicio en las sombras, porque de ser descubierto, mi abuela me mataba. ¡Que si sabría yo también de cinchazos! Sé que fue una de esas noches en el quicio de la entrada, en el silencio del patio, tras el humo, cuando vi a María bajo el farol besándose con Pablo el carpintero. Quise aproximarme para contemplarla bien, apoyada sobre la pared roída, con las manos del desgraciado en las nalgas; por lo mismo de mi abstracción, los ojos se me hicieron ciegos, la cabeza hueca, los pasos torpes y ¡aaaaaaaaau! que le piso la cola al Pinto, el perro de la comunidad, porque ya no sé ni de quién era. Bueno, que más tardó en chillar el pobre animal que yo en salir hecho la mocha directo a la casa. Recuerdo haber llegado a mi cama y enterrar la cabeza en la almohada, riendo a carcajadas nerviosas; los regaños de la abuela, las patadas de mi hermana. Y aún con todo, en medio de la excitación por la reciente huida, la luz de la luna a través de la ventana como testigo, conjuré el deseo de niño menso que regiría mis próximos encuentros con María: no sabía cuándo, dónde, ni en qué circunstancias, pero mi primer beso sería de su boca.

Bueno, a la mera hora no recuerdo haber hecho nada por cumplir mi objetivo; supongo que para mí el tiempo no pasaba o creía que sus amores me caerían del cielo como al parecer le caían a todos los pelados del vecindario. Además, incluso si la deseaba, por esos días no debía ser una prioridad para mí porque no volví a cruzarme con María de forma contundente hasta aquel mediodía en que me descubrió robando una mandarina en la tienda. Ella sonrió con esos ojazos de pestañas largas y espesas, y negó con la cabeza, silenciosa. Después de todo me conocía, me apodaban Pillo, por lo que sabiendo mi naturaleza decidió encubrirme y hasta terminamos volviendo juntos al patio; un par de gajos para su boquita también. Sin embargo, María era una mujer tan astuta, tan hiedra, que murmuró a mi oído el favor que reclamaba a cambio de su silencio... yo tuve que aceptarlo, ¿qué voz ni voto tendría respecto a ella, su autoridad de mayor, sus piernas regordetas bajo la falda floreada?

Así fui tres o cuatro veces a su casa, en la tarde, a pedirle ayuda para solucionar mi tarea de sexto de primaria, que por cierto me avergonzaba... cosas de niños pretendiendo ser hombres, supongo. Pero por supuesto que esto se hacía sospechoso, porque ver a Pillo disciplinado y a María sabionda era de pronto algo inaudito. Doña Gabi me miraba con ojos de pistola, y no la culpo, pues su sexto sentido no le fallaba. En realidad, cuando la bella salía a mi casa, lo hacía a un farol más lejano con su pequeño alcahuete de la mano, quien debía presenciar sus encuentros fugaces con hombres sólo para fingir de regreso que era su amigo, su cómplice, confidente y escuchar sus aventuras de amor transitorio. Ella miraba feliz a la luna, el cabello blondo al viento; ante sus palabras, sus expresiones desvergonzadas, llegué a creer que el único amor de María era la noche y ningún hombre. A pesar de ello, por primera vez, ardí en amor y celos por largas veladas sin que nadie lo sospechara. Éramos mi llanto, mi anhelo sangrante y yo. Porque ¿cómo acceder al corazón de María? Mi deseo por el beso se volvió con los días más profundo, más ambicioso, sin que yo me percatase. Y sufría.

En fin, como es de imaginarse, en algún punto nos descubrieron y se armó un borlote entre su madre y mi abuela. A los dos nos apalearon, y mientras esto sucedía para mí, recordaba nuestra última salida, la forma en que María no deseaba volver a casa. Dimos varias vueltas a la manzana, espiral de penumbras y faroles, entre los que confesó haber negado sus besos a un hombre. Sus murmullos fantasmas me acompañaron cada vez que veía al alcohólico del patio, un tal Luciano, quien al parecer reclamaba sus atenciones hasta el punto de atosigarla. La situación era tan sencilla como que ella no deseaba jugar, ni revolotear con sus alas a su alrededor, colibrí selectivo... mas el terco, como si hablase un idioma diferente, hacía oídos sordos y continuaba tras ella. A nadie le sorprendía ni preocupaba.

No volví a hablar con mi amiga muchas veces ni prolongadas, porque ya vernos juntos era motivo de sospechas y regaños. Durante dos meses permanecí en un limbo de espera, en blanco, en dolor y deseo; siempre procurando el momento en que María y yo pudiésemos burlar la vigilancia de su madre y conversar bajo la luna como en nuestras escasas veladas...

Pero entonces llegó el día trunco en que María desapareció. 





María marchita

María fue hallada ahorcada, golpeada y violada en una zanja a las afueras de la ciudad. Había salido al mercado un mediodía, dijeron los que la vieron por última vez, con su falda de flores y el morralito en mano de siempre. Después fue como si se hubiese esfumado, como si el viento la llevase con él. Cuando me enteré de su paradero, tras la angustia de una ausencia prolongada, caí enfermo de tristeza, sin cura ni remedio por mucho tiempo: berreé, me arrastré, incapaz de comprender o aceptar aquello. Veía en mis ensoñaciones la fotografía del cadáver terroso y semidesnudo que se publicó en el periódico, nuestras noches juntos, sin poder siquiera asimilar los eventos. Despertar y enfrentarme a la realidad de su asesinato era la verdadera pesadilla, tan difícil de procesar.

Y aunque mi anécdota se compone de todas estas torpezas infantiles, la versión que recorre las calles de este pueblo se reduce a la captura de Luciano. Ese desgraciado cayó en el hoyo máximo de su alcoholismo cual bestia idiota, sólo para llegar una noche calurosa de primavera como poseído, gritando y tratando de esconderse en las enaguas de su mujer, en la casa del perro o bajo las mesas como si hubiese visto al diablo mismo, a ver dónde cabía. Yo creo que en los delirios de un auténtico extraviado fue que miró a María sonriente bajo el farol; dijo haber sido perseguido por ella, y aún en la huida ser víctima de un beso fantasma, sentir en su boca unos labios fríos, cadavéricos y profundamente azules. El hombre estaba tan loco, tan alterado, que confesó entonces su asesinato. Sólo así María obtuvo justicia... de lo contrario ¿a quién le hubiese importado esa chica perdida, de cascos ligeros? ¿A la policía? ¿A la justicia coja de mi México querido? 

Muchos años han pasado de eso y yo sigo siendo Pillo, el del primer amor trunco. Fumo de noche, camino bajo los faroles. Creo que si la figura vagabunda, espectral de María se postrara frente a mí... no temería. Es más, confieso que, si mis pisadas andan por este camino, es que aún guardo la esperanza velada de recibir en mis labios el frío de su amor arrebatado, marchito... incluso si ella no está más aquí; si ella yace en un cajón.



[Nota de la autora: Hacía tiempo que quería escribir algo con esta canción de Café Tacvba, desde que escogí María para participar en un concurso al que jamás entregué mi escrito. Se supone que era más complejo, más completo, pero... bueno. Lo situé en mi país, no podía ser de otra forma, de ahí que haya algunas expresiones extrañas para personitas que no sean de acá y el tema del feminicidio sea ineludible. Por otra parte, todos los suspiros tienen banner, también cambié su orden (siempre lo hago) y... ya. Nos estamos leyendo. Gracias. 💜]

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