「la hora rosa」+18

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En la hora rosa del atardecer, deslizo la navaja, dibujo una flor

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En la hora rosa del atardecer, deslizo la navaja, dibujo una flor.

Recuerdo a Leni. Ella siempre fue tan extraña; tanto que en un principio me asustaba, quizás me asqueaba, a mí, de todas la más desvergonzada. En mis sueños la veo con sus  extremidades de cadáver, largas y pálidas, los ojos morados de rímel o violencia, la nariz sangrante, sus perforaciones infectadas, boca muy grande, párpados de asiática. Sostengo que jamás estuvo enferma; es solo que los médicos, criaturas asidas a las longitudes corporales, no hallan entre sus facultades la capacidad de comprender y brindar un diagnóstico de "sufre para medir las estrellas: alma de artista". En todo caso, ella se había resignado y vivía con orgullo su tristeza.

A menudo vestía de luto, con sus faldas de cuero negras y las calcetas a rayas que le sentaban tan mal. La conocí en la hora rosa, durante el verano. Mi padre consideró que enredarse en el ombligo de su madre —una hippie pseudo-feminista— estaba bien, por lo que compartíamos la repulsión ante aquella unión interesada del mundo adulto, podrido, tan lejano al nuestro. Sus hombros huesudos, sus muslos pequeños, la piel suave y amarillenta... los odiaba. Y aún con todo nos tumbábamos juntas bajo la cama, con las mejillas pegadas al mosaico rojo, y tirábamos mierda a todo; al colegio, al alcalde, a nuestros padres, al pastor, a todas las jodidas figuras de autoridad que fantaseábamos con incendiar. Ciertamente, ambas éramos problemáticas, difíciles, un par de niñatas obscenas y maleducadas sin amigos, señaladas, marcadas con el signo de la cárcel o la prostitución.

Por eso, cuando me confesó su secreto bajo la cama y metió su lengua babosa hasta mi garganta, pensé en romperle la cara a puñetazos. Por estúpida no lo hice, ¡no lo hice! y hasta llegué a odiarme a mí misma, porque en el fondo había disfrutado cada segundo de aquel primer beso abusivo. Yo, más que nadie, comprendía su violencia; compartíamos las drogas, los dulces, la ropa. Y ella cada tarde parecía más desesperada, más extraviada en la vía láctea compuesta por luceros de promiscuidad, fiesta delirante, amable suicidio. Recuerdo haber sostenido su cabeza junto al retrete, limpiar el semen de su frente y cantar baladas mientras caminábamos asustadas y semidesnudas por callejones desconocidos en la madrugada.

Leni, con su tristeza, con su miseria, lloraba en la hora rosa porque no deseaba irse con su padre, el militar, quien seguramente terminaría por quebrarle los huesos y de paso el alma. Yo fingía no escucharla —como fingía no verla comerse el cabello en los tejados—, porque si lo hacía era como mutilar a mi inútil, infértil corazón. Y le decía "cuando vayamos a Nueva York...", "cuando sea invierno...", a lo que ella se mantenía silenciosa, jugando con los agujeros en sus medias de red. Después intentó asfixiarme, me golpeó pidiendo que me callara, que no soportaba escucharme y terminamos el día acusándonos de "puta" y de "perra bastarda". Al día siguiente, incluso si gritamos y nos escupimos, terminamos enredadas en la cama. Ella me besaba con un amor horrible, con la enfermedad de primavera, y yo lloraba víctima de un placer que lo abarcaba todo.

Solo durante aquel crepúsculo rosa pude contemplar el centro de sus secretos y sus fobias. Su pene, erecto y húmedo, desencajaba con el cuerpo de chiquilla tozuda que prostituía en los baños; ese de piernas raquíticas y tetas risibles. Lo sentía en mis entrañas, doloroso e invasivo, en cada embestida que era la gloria, a pesar de la crudeza y el sometimiento naturales en el sexo. Deseaba tenerla adentro por siempre, íntima y muy mía; conservar su cuerpo tan raro pegado a mi carne, besar su boca grande, y permanecer tan completa y obscena a su lado como en las escenas pornográficas más sucias, que son al mismo tiempo las más bellas.

"Estoy enferma" confesó lánguida, desnuda, a mi lado. "He adelgazado las últimas semanas. Hay un dolor persistente en mi pecho, duermo apenas tres horas y una extraña ansiedad me mantiene alerta constantemente. Siempre estoy tan caliente, tan anhelante. Masturbarme no me satisface, los hombres no me satisfacen. ¿Soy entonces lesbiana o heterosexual? ¿Qué esto? No sé, no lo entiendo. Mira, tengo cardenales, rasguños y cortadas por todas partes".

"¿Qué es, Leni?"

"¡No me quiero ir! Quiero estar contigo, siempre..."

Cuando se marchó con el otoño, noté en mi cuerpo terribles cambios. Comencé a arañarme en las noches, a sufrir una hipersensibilidad espantosa, a frotarme con todo y gritar bajo la luna víctima de una tristeza abrasadora. Hoy, en la hora rosa, pienso en ella una vez más. Deslizo la navaja, dibujo una flor carmín en mi muslo derecho; siento la melancolía de una continuidad extraviada que solo la penetración podía ofrecerme a mí, la indecisa, la desviada. Supongo que he sido contagiada con su enfermedad. Estoy perdida. Tengo más preguntas que respuestas. La extraño mucho... de verdad.






[Comentario de la autora: Sobre este no tengo mucho qué decir. Otra vez, es un texto improvisado y triste. Quizás más duro que de costumbre. Hoy me sentía melancólica, un poco sucia, y me senté a escuchar Placebo. Como sin darme cuenta, ya estaba hablando sobre deseo, amor y transexualidad + homosexualidad desde una perspectiva adolescente, irreverente, decadente. ¿Es muy extraño? Ojalá no lo sientan así, a pesar de lo difícil que me resulta construir este tipo de perspectivas. Creo que me gusta el resultado. Sin más, buenas noches. 🌸]

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