「tú, que eres la luz」

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A Víctor

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A Víctor

Una vez, sobre el campanario que aún ahora refulge en mil dorados, vacilaron dos pies descalzos bajo la luz rosácea del amanecer. Los cabellos rubios ondularon monstruosos en el viento, la piel expuesta ardió en una inquebrantable fiebre de anhelo. Cuando su mirada de borrego delirante se elevó hacia el cielo, y los brazos se extendieron cual alas descarnadas, un sentimiento sagrado se apoderó de su alma.

Más allá de la orilla, la señorita V. descendió con el signo de virgen y mártir en la frente. Lo último que sus ojos de inocencia verde consiguieron admirar, fue la margarita desprendida de su pelo suicidándose en el sol.

Ocurrió en primavera, a la primera hora del día.

Un cadáver de honda juventud y belleza se desangraba sobre el asfalto, sesos afuera, ante la casa de Dios.

El pueblo entero la contempló y lloró horrorizado.

Aquella tarde, afuera de la iglesia, continuaba siendo primavera. Pensé en ello mientras contemplaba el fulgor de los vitrales que se oponía al frío, a la densidad de las tinieblas que habitaban en la entrada, entre las miradas lastimosas de los santos. Escuché el eco de mis pisadas irreverentes, arranqué una flor ofrendada a la Virgen del Rosario, siempre grotesca y corroída bajo su manto. Anduve sobre el camino rojo, hacia los rostros fantasmales de las cúpulas y el Cristo martirizado, agonizante, mientras desmembraba la flor entre mis dedos. Acaso un rayo de luz caía desmayado sobre las bancas más cercanas al altar, iluminando así al joven padre Lascuráin que emergía de entre las figuras de cera receloso, tan dulce y amado, ante mi llegada.

Cual fiel devoto, dejé caer los pétalos de sangre ante sus pies; una figura de arte sacro, larga y sombría como la noche más desesperada. Admiré en un suspiro sus ojos grises, la piel de luna, sus labios pálidos y demacrados, tan crueles, tan misericordiosos, propios de un inquisidor. Solo entonces, ante el temple impenetrable de sus costillas y sus manos cadavéricas, empleé el recurso final ante mis pasiones. Me coloqué de puntillas, murmuré a su oído: "Padre... ¿escuchará mi última confesión antes de partir? Es sobre la señorita V., nuestros secretos". Con esa mirada pensé que, de poderme clavar las muñecas a la cruz en aquel instante, el hombre dueño de mis poluciones nocturnas lo hubiese perpetrado.

Sonreí con villanía.

Vernos encerrados en las sombras del confesionario siempre representó un placer retorcido para mí; aquel que experimenta la víctima ante su victimario en la guillotina. Recuerdo la lejana luz del sol, los mechones castaños sobre sus sienes tras la celosía. Creí, por supuesto, que su sombra debía ser más bella que la de Dios. Y quise reír con insolencia, como en el pasado, como siempre, para escuchar mi eco en aquel sitio sagrado que antes de significar la casa de citas con el padre Lascuráin, era para mí la más baja de todas las pocilgas. Con las palabras caminando como insectos en mi boca, contemplé los cardenales en mis nudillos y sentí un exquisito horror ante mi juventud.

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