AMAR DUELE

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Las palabras se me quedaron atoradas en la garganta. Repentinamente, mi mente se quedó en blanco y las frases que tenía formuladas para mi padre, se vieron atascadas en los engranes de mi subconsciente como neumáticos en el barro, a la orilla de un arroyo.

De pronto tenía frente a mí a una pelirroja de largos y ondulados cabellos de fuego e iris ambarinos que me observaba con el rostro perturbado, pero que con todo y eso, continuaba conservando su hermosura.

Estaba sentada cerca, demasiado cerca de mi hermano y, maldije para mis adentros.

No. No podía ser esa su chica. No podía ser esa la mujer que en mi mente, no tenía nada que ofrecerle. Esa que tantas veces imaginé insípida y caprichosa. Frívola y superficial.

Tenía que contemplarla de cerca y presentarme, me significó un buen pretexto para aproximarme sin parecer un psicópata. Así que lo hice. Me acerqué. Y antes de tenderle mi mano en un saludo, tuve que aclararme la voz o saldría descolocada, igual que como me sentía.

Le di la bienvenida estrechando su palma pequeña y liviana entre la mía. Sus dedos eran delgados y sus uñas tan cortas como las mías, nada que ver con la pinta citadina de las descripciones de Shaun. La verdad es que cuanto me había contado de ella, no le hacía justicia a su verdadera apariencia.

Audrey era delgada. Medía un metro sesenta y cinco de estatura, quizás un poco más o un poco menos. Su pequeño rostro era el de una muñeca. Cada línea cuidadosamente dibujada, desde su respingada nariz hasta sus labios diminutos, pero apetecibles.

Probablemente no llegaba a los cincuenta kilos de peso.

Su anatomía me recordó a esas bailarinas de ballet clásico, tan ligeras, que da miedo sacarlas a pasear en una tarde de otoño y no por el riesgo de que otro hombre te las arrebate, sino el mismísimo viento. Aun así, era la criatura más sexy que había tenido el gusto de ver en los últimos días.

Vestía uno de esos pantalones negros confeccionados en una mezcla de licra y algodón, que se ceñían a sus caderas, muslos y pantorrillas, cayendo dentro de unas botas de piso que hacían juego con la prenda. Y en su parte superior, un blusón de estambre rosa que no dejaba ninguno de sus atributos a la imaginación, ni siquiera sus pechos pequeños pero firmes debajo de tan grueso enser.

—No te levantes —le dije, cuando hizo ademán de ponerse de pie.

Sonrió, titubeante.

Una sonrisa tímida al igual que cálida. Una sonrisa que le formó un par de hoyuelos en las mejillas sonrosadas.

No podía dejar de vislumbrarla. Hubiese sido capaz de permanecer fundido a ella visualmente la noche entera si a Corine no se le antoja interrumpir, avisando que la cena ya estaba servida.

"El poder de la pasión" (E. I. 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora