012.

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Los pensamientos siempre son bombardeos ininterrumpidos y usualmente inadvertidos e indeseables que usurpan la paz y atacan sin cansancio las mentes ruidosas de quienes cargan con muchas lamentaciones. Y era por eso mismo que el muchacho tenía que pensar y aceptar que ahora todo parecía haber terminado. Lo peor de aquellos pensamientos incesantes era la variedad y la alterabilidad propia de los mismos, que lo arrojaban sin retorno de un polo a otro causándole un cansancio mental incurable y unas náuseas frías y repulsivas que no lo dejaban ni andar, y ya estaba realmente cansado eso.

Había perdido la cuenta de cuántos días habían pasado desde aquella vergonzosa noche en que su dignidad había sido esparcida por el suelo sin remedio pero parecía una eternidad. Había pasado la semana entera trabajando para limitar el área de acción de los pensamientos al menos un poco. No salía del estudio, no levantaba la cabeza del monitor y diseñaba como loco, dibujaba y programaba frenéticamente para mantenerse ocupado. Así que la falta de tiempo para pensar también se había convertido en falta de tiempo para todo. No comía mucho, dormía poco y su aspecto era decadente. Su barba desaliñada pero visualmente agradable había crecido considerablemente, sus ojeras habían aumentado y estaba constantemente pálido. Hasta pensó que ya se vería un poco más como ella.

Pero aún así no dejaba de pensar. En ocasiones, cuando sus compañeros le rogaban que se retirara del estudio y regresara a casa, pensaba que ella en cualquier momento volvería a sus brazos para decirle que, al igual que él, sentía lo mismo, pues se rehusaba totalmente a creer que todo se había terminado sin siquiera comenzar. En otros momentos del día, casualmente cuando hacía mucho frío y tenía hambre, rondaban por su cabeza pensamientos desprendidos que le decían que ya era momento de avanzar aunque hubiesen pasado tan solo unos días, y que si ella se había ido él debía hacer lo mismo. Pensaba que tal vez al final ella tenía razón y esos sentimientos no eran reales sino más bien una proyección de algo que desearían que lo fuese, por lo que debía olvidarla. Y en otros ratos, cuando el sol parecía asomarse en el horizonte y había mucha iluminación abrumándolo pensaba que nada importaba, que no debía rendirse y que así ella huyera, se esfumara y se escondiera, como en los años de universidad, él debía seguirla hasta el final, hasta poder tenerla a su lado. Pero, como siempre, todos esos pensamientos se esfumaban y reaparecían todos en un mismo segundo, dejándolo varado en una atmósfera desolada y deshabitada en la que solo había espacio para su idiotez, la que le había nublado el juicio y la había dejado ir en el pasado, la misma que ahora lo aplastaba y asfixiaba sin darle siquiera un segundo de aliento.

Para su desgracia, cuando aconteció lo que era más bien una bomba de tiempo casi atribuida al destino estaba desocupado y solo en una noche fría y lluviosa. Había llegado a su casa más tarde de lo normal por terminar el vestuario de uno de los personajes que le había llevado mucho trabajo en los últimos meses, eso y el fastidio de su ausencia lo habían convertido en un inquilino irritado y somnoliento.

Abrió la puerta agresivamente y después de entrar la cerró de la misma forma. Se desprendió de la mochila y la lanzó hacia el sillón para después dejar las llaves, los bocetos y la correspondencia sobre la mesa de la sala. Avanzó por el pasillo y se arrojó a la cama sin desvestirse ni asearse. Se quedó inmóvil durante largos minutos mientras jugaba distraídamente con la tela blanca del edredón justo en el lugar por donde ella había estado recostada en las semanas pasadas y en donde había dejado una imborrable marca visible únicamente para él. Poco a poco el cansancio fue apoderándose de sus párpados y fue cayendo en el vaivén imparable del sueño. Cuando ya le faltaba poco para caer dormido por completo un estruendoso ruido lo hizo saltar de improvisto de la cama y alarmarse. Lo que había sido el crujir de una puerta siendo forzada resonó por toda la casa por la corta distancia de su emisión. Sin embargo, Aitor prefirió no darle importancia y de nuevo dejó caer su cabeza sobre su lecho. Cuando el sonido se repitió, está vez acompañando del estruendo de un vidrio quebrándose y de un cuerpo aterrizando en seco, se levantó apresuradamente.

Tomó de la habitación lo primero que encontró para defenderse de lo que él pensó era la invasión de un ladrón y terminó avanzando silenciosa y cautelosamente por el pasillo con su antigua patineta en mano. Inspeccionó la sala y la entrada del departamento para descubrir que estaba vacía. Luego entró, bastante paranoico, a la cocina para también darse cuenta de que estaba deshabitada. Observó la pequeña puerta que se hallaba entre el refrigerador y la alacena para percatarse del fácil acceso que había entre la cocina y el cuarto de lavado. Reconoció que si de algún lugar había venido ese ruido, debía ser de allí. Con la poca iluminación que recibía del alumbrado de la sala, se aproximó lentamente hacia la puerta del cuarto de lavado. Tomó aire llenándose de valentía y con la patineta sobre el rostro abrió la puerta intempestivamente. Sumido en la oscuridad de aquel cuarto, que visitaba difícilmente una vez al mes, ojeó rápidamente solo para ver la lavadora, el tendedero y el canasto repleto de ropa como era usual y sin nada fuera de lo común. Y luego, al ver que la ventana del bloque divisorio entre el cuarto y el callejón estaba quebrada, bajó instantáneamente la mirada al suelo justo antes de arrojar la patineta por los aires.

En una cama de vidrios rotos, esquirlas y pequeños fragmentos de madera yacía ella, desplomada e inconsciente.
—¡Trina! —gritó él mientras se arrojaba a su lado y la inspeccionaba de arriba a abajo. Al ver lo preocupante de su estado Aitor se cubrió el rostro para no echarse a gritar y para que las lágrimas que ya rondaban sus ojos no salieran de ellos—. ¡Oh por Dios! ¿Qué debo hacer? —hablaba frenéticamente para sí mismo—. ¡Trina!

La chica estaba desmayada en el suelo del cuarto completamente empapada por la lluvia, con pequeños pero sangrientos rasguños en las mejillas y en la frente, con el rostro sudado, con la respiración pausada, las piernas inmóviles, los ojos sellados y la boca seca. Junto a ella yacía su mochila llena de sus pertenencias y también de una gran cantidad de billeteras, con muchas variedades y también de diferentes dueños. Aguantó las lágrimas y cuidadosamente, aún arrodillado, dejó sus brazos bajo su cuerpo. Como pudo la cargó a ella y a la mochila, que estaba amarrada a su brazo, y acunándola en su pecho la llevó fuera de aquella penumbra.

Aitor estaba aterrorizado y a punto de romper en llanto pero aún así la llevó consigo. La cargó hasta su habitación y la dejó en su cama con delicadeza. Al tenerla frente a él en ese estado se derrumbó en silencio pero continuó intentando ayudarla. Primero retiró los cabellos de su rostro y con una toalla húmeda limpió la sangre proveniente de los rasguños, el sudor y el agua de lluvia. Luego le retiró cuidadosamente la chaqueta y los tennis, ambos empapados, y la dejó bajo el edredón de la cama. Completamente histérico y lloroso buscó todas las cobijas que tenía en casa y también las puso sobre su cuerpo. Cerró las ventanas y las puertas de la casa y encendió la calefacción para mantenerla caliente. Una vez hubo terminado la desenfrenada rutina que le permitiera tenerla a salvo se derrumbó en el piso junto a la cama y divisó el rostro pálido y somnoliento de Trina solo para romperse nuevamente a llorar.

Y entonces, mientras se preguntaba que podría ser tan importante para hacerla salir a las calles a robar y a poner su vida en riesgo, vio su mochila tirada en la mitad de la alfombra y se frenó de inmediato su llanto.

Ella le había hecho saber incontables veces que la mujer que en ocasiones se aparecía frente a él no era ni la sombra de la chiquilla que creyó conocer, buscar y extrañar en el pasado. Pero, ¿qué tanto había cambiado y qué la había hecho transformarse en eso? No lo sabía.

No sólo no sabía cómo responder a esas preguntas y descifrar quién era la mujer que estaba bajo sus cobijas sino que, reconociéndolas como dos personas distintas, tampoco sabía a quién de ellas había entregado su corazón y devoción. Supuso que jamás podría descifrarlo mientras siguiera viviendo de un corazón propenso a alterarse por ambas.

Desencuentros; imgDonde viven las historias. Descúbrelo ahora