VIII. No es lo mismo

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—¿No son lindas las vistas desde aquí? —mencionó el castaño mientras se sentaba en el borde del moderno y plano tejado, sacó un cigarrillo y lo encendió. La chica a su lado rió e imitó la acción de su ¿amigo? Éste le ofreció fumar un poco y ella no se negó.

Su relación siempre había sido un tanto extraña. Se conocieron en un concierto, una noche alocada de verano, de la cual poco se acuerdan debido a los efectos del alcohol, sólo tienen memorias de haber acabado en casa de él. Pero desde ese momento no se habían separado. Eran ambos dos gotas de agua e incluso así se complementaban de una manera extraña. Eran como una balanza para el otro, y los dos poseían una perfecta doble cara.

—Es curioso —habló la muchacha, a la vez exhalando todo el humo del cigarro—, toda la tranquilidad que falta allá abajo —señaló las calles de Nueva York con un leve movimiento de cabeza— está aquí. En el maldito techo de un maldito edificio de treinta y tres malditos pisos.

Jay asintió con gracia y río por lo bajo mientras volvía a fumar un poco, para luego depositar el cigarro en los labios de Lila. Más de una vez se habían besado, más de una vez habían discutido, más de una vez habían llorado juntos, así como también más de una vez habían reído, también más de una vez se complementaron de la manera más sincera... pero seguía siendo una amistad, una muy torcida, una un tanto desequilibrada, pero lo era de igual manera y estaban bien así. O eso querían aparentar.

Fijaron su vista en el cielo al mismo tiempo, y como si estuviera preparado, ambos no tardaron en posar su mirar en el otro. "Las miradas dicen más que mil palabras", esa frase podría aplicarse perfectamente cada vez que ellos se miraban.

—Lil' —susurró Jay, provocando una sonrisa en la contraria. Primero expresó cierto inicio de coqueteo, luego se mantuvo serio, estupefacto, como si quisiera decir muchas cosas y no supiera por dónde empezar. Sus miradas no se separaron—. ¿Qué mierda somos?

La pregunta resultó como una flecha que atravesó en corazón de ambos, estallando en colores, no sabían si dañándolos o ayudándolos.

—Allen, ¿qué cosas dices? —intentó bromear, llamándolo por su apellido, golpeando suavemente su hombro, pero al no ver alguna reacción más que una mordida de labios, su semblante cambió—. Tú... yo... bueno... nunca me lo había preguntado, ¿sabes?

—Entiendo... —respondió igual de desanimado y ella se mantuvo meditando, mordiendo su labio—. Yo... ah, lamento arruinar este momento, en serio, se supone que debía ser una noche de relajo y yo vengo y tenso el ambiente, no sé en qué esta—

—Te amo —escupió sin más, interrumpiendo al mayor—. No sé qué somos, pero joder, Allen, me tienes las malditas hormonas descontroladas, me hiciste saber que tengo corazón, porque gracias a ti late, late con todas las fuerzas con las que antes no lo hacía y... —calló debido al inevitable nudo en la garganta. Los recuerdos la inundaron y sintió escalofríos por estos. Es verdad, pasó por mucho, tanto que Jay en su momento sintió impotencia por no poder hacer nada al respecto y ganas inexplicables de cuidarla como si fuera de porcelana, y a decir verdad, su físico le hacía sentir como que era así. Y temía que las pequeñas grietas que poseía su cuerpo se convirtieran en algo más grande y se destruyera frente a sus ojos.

El cabello le cubría el rostro. Miró sus piernas, los jeans rotos a las rodillas que poseía, la camiseta negra que vestía en ese momento y en aquel concierto hace dos años. Él también la traía puesta, y eso le hacía sentir bien, le hacía sentir algo desconocido, pero le gustaba y tanto.

Jay posó el cabello de la joven detrás de su oreja. Y con su pulgar extrajo las lágrimas que caían de su rostro. La observó por unos minutos, mejor dicho, se observaban mutuamente, y no sabían cuándo sus rostros se habían acercado lo suficiente como para compartir el aliento.

—¿Y tú, Jay, qué opinas? —observó los labios del castaño—. ¿Qué mierda somos?

Acarició los suaves labios de la chica. Los había besado, mordido y tocado miles de veces, pero no se cansaba y estaba seguro de que no se cansaría nunca.

—No sé qué somos —comenzó diciendo, al igual que ella—, pero te amo también. Lila, no tengo ni la más mínima idea de cómo, pero te has vuelto casi como mi oxígeno, no sé qué debería hacer ni decir, porque tengo miedo de espantarte, de alguna manera perderte y no volverte a recuperar —se acercó a su cuello y depositó un tierno beso—. Te adoro por tu personalidad —susurró—, por tu belleza, por tu pensar, por tu sentir, por tu actuar. Te adoro por el simple hecho de existir.

Se acercó finalmente a sus labios, depositando un suave y delicado beso. Tenían ansias del otro, pero se mantuvo como un beso puro y romántico, que llenó cualquier vacío en su corazón.

Relatos sin rumboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora