XX

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La mañana era soleada, afuera el día caluroso golpeaba las calles empedradas haciéndolas más calientes.

Las mujeres llevaban vestidos mientras sus parejas gruñían constantemente ante las miradas de asombro de otros lobos de la manada.

Pero el rey, el despiadado y arrogante rey se amargaba en su despacho.

Yureck había meditado esas palabras, palabras provenientes de la boca de Mikael.

Que débil luces cuando hablas de amor.

Hace años, en otra época se había jurado a sí mismo no tener ninguna debilidad, no encontrarla, no amarla.

Pero sus berrinchudos genes lo obligaban a ser dependiente de ella.

Por ser humana, por estar indefensa.

-Es una hermosa maldición-

Azu era quién más la extrañaba, Yureck intentaba poner barreras a sus lloriqueos para que no le afectarán, pero al final era imposible.

Sin su compañera, ambos estaban igual de perdidos.

-Mi señor y Rey-

-Adelante Alejandra-

La mujer se veía notablemente cansada, estaba más flaca y con una piel casi gris, casi muerta.

Había pasado ya medio mes, medio mes lleno de agonía.

-Tenemos casi listo todos los preparativos para la boda, solo falta el vestido de la princesa-

Se da la vuelta, un vestido para ella... Para Amy.

-Manda a los mejores costureros del reino hasta donde está la princesa, que le hagan un vestido a la medida, como ella lo desee-

Alejandra hace una reverencia y se retira a hacer el encargo que su rey le ha pedido.

Él sale de su despacho, camina perezosamente cruzándose de vez en cuando a alguno de sus sirvientes que bajan la vista en cuanto el imponente hombre aparece.

Yureck se dirige a la recámara principal, el cuarto que Amy ocupó durante su estancia en el castillo sigue intacto, igual que cuando ella salió, ni las sábanas, ni las cortinas, ni siquiera se ha limpiado desde ese triste día.

Huele a ella. Huele a rosas.

Yureck se tira en la cama, el aroma se vuelve débil día a día, se va desvaneciendo, por eso aprovecha cada instante que tiene para quedarse en ese cuarto.

El cuarto que compartiremos.

-Si, es un hermoso día- se susurra a sí mismo.

Afuera el sol ardiente indicaba el inicio de la primavera. El inicio... El final.

Yureck se encaminó al jardín que había mandado a remodelar con tanto amor para Amy, la imaginaba cuidando de esas flores con el mismo amor con el que él las cuidaba ahora.

Se sentó en una de las mesas, sacó pluma y papel.

Amor mío, Amy.

Eres mi vida y mi pasión, mi realidad, mi fantasía, lo que tanto ama y anhela mi corazón, mi primer amor... Y el último.

Si no te tengo, muero por ti, tu presencia en este castillo me ayuda a vivir, eres mi alma gemela, no tengo otra compañera más que tú, Amy.

Eres lo más valioso que tengo, es por ti que existo.

Eres el lugar donde descansa mi alma. Donde me siento a salvo y seguro de este mundo, es tu paz y tu tranquilidad lo que tanto espero.

He pasado tantos años sin ti que ahora que te tengo simplemente no podría dejarte ir.

Amy, apiádate de este amante que solo ve tu magnificencia, pero no lo tientes con tu belleza porque es un pobre enamorado que no lo soportaría.

Ni en todo mi reino encontraría belleza que se asemeje a la tuya, esta pobre alma anhela una respuesta.

Por favor Amy, no prolongues mi pena.

Siempre tuyo: Yureck.

En cuanto terminó de escribir la carta envío a su mensajero personal, se moría de nervios, todos los días sin falta, desde que ella se fue le escribió una carta diaria.

Y diario esperaba la respuesta.

Diario sin que esa respuesta tan anhelada llegara.

Yureck volvió a su despacho, siguió con sus pendientes.

Inusualmente ya no había desapariciones ni ataques a su manada.

Era como si los Safiros hubieran dejado de existir de nuevo... Y eso le preocupaba.

El silencio en una guerra como esa nunca era buena señal.

Comió y cenó solo, ahora que Simón tampoco estaba se había vuelto en una vida solitaria, valorando la presencia hasta de Din y Alejandra, quienes se mudaron al bosque para poder tener a su bebé.

Hizo la oración de siempre mientras se iba a dormir con el alma echa un hilo.

A muchos metros de distancia Amy recibía la carta.

Amy se perdía releyendo carta por carta, se sentía arder, esas cartas tenían el don de construir palacios.

Y también el don de destrozarla, estaba confundida, molesta, feliz...

Sabía una sola cosa: extrañaba a Yureck.

E.

Secretos de LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora