「marcesible」+18

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A Rolando, mi amigo, maestro y terapeuta,mi salvador en la noche más oscura

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A Rolando, mi amigo, maestro y terapeuta,
mi salvador en la noche más oscura.


Esta tarde, Monseñor Gracián −distinguida y siempre venerada figura entre los eclesiásticos− se siente especialmente acongojado. Al mediodía tomó de postre los duraznos en almíbar que tanto le gustan desde la infancia, preparados por su madre, y bebió del jerez más fino en su cava. Los diezmos han sido más generosos tras las últimas reformas, por lo que Cristo crucificado luce en digna belleza desde las alturas, recién barnizado ante su mirada aburrida. La catedral se encuentra en la cúspide de su esplendor gracias a su administración. Es otoño. Cuenta ya en la casa seis gatos con el último que le regalaron, pues es de dominio público su afición por estos bichos. Pero ni los guantes de pelo armiño del nuevo cachorro, ni los manjares dulces, ni la belleza de los altares son capaces de alegrar, o tan siquiera divertir con frivolidad al religioso que se enfrenta a un spleen renovado.

Recuerda el último invierno, agobiado en la decadencia de la tercera estación y, como de forma inevitable, retorna sus ojos cansados al ángel más bello de la capilla. En una esquina asoman sus cabellos negros, los labios pequeños y rojos entreabiertos, la mirada brillante, siempre poseedora de una compasión tan sublime, tan aberrante, que resulta inhumana ante la fe de los devotos que la admiran con pasión. Recuerda así su primera vez en el estudio del pintor a quien encomendara las imágenes, la magnificencia de esas capillas; el desorden, el olor de los aceites, la luz que tornaba evidentes las partículas de polvo. Desde entonces admiró la hermosura exótica de aquel rostro, uno entre tantos bosquejos que saturaban la alcoba y, sin embargo, tan único en su preciosura que en un impulso tuvo que demandarlo como el primero de los ángeles que adornaran la iglesia, al lado de Dios. El pintor aceptó.

Suspira, y una ráfaga de viento helado que azota en la iglesia le remonta una vez más a la crudeza del invierno. Si el tacón de su zapato genera eco en las paredes de penumbras, retorna incluso a aquella noche de ebriedad, cuando salía de una reunión decembrina con las mejillas teñidas de un rojo estúpido por el vino, y la nariz colorada también a causa del frío. La brisa lastimaba incluso si portaba sobre su espalda aquella capa ostentosa, los guantes de piel, la cruz de plata pegada al pecho. Por algún extraño motivo, esa noche Monseñor Gracián deseaba caminar; quizás de dicha forma recuperase su cordura. Guiado por la luna, se dirigió a la casa del pintor para notificarle sobre el visto bueno emitido por su señoría, y así continuar chocando copas con excusa y ganas renovadas ante su magnífico trabajo de años.

Sin embargo, habiendo llegado Monseñor a su destino, notó a la distancia el quinqué de la entrada encendido, una figura extraña, una despedida, un gesto de amor clandestino. Quedóse congelado, como idiota, tras reconocer en la silueta que emprendía su camino a contraviento el perfil de aquel hermoso ángel retratado en la capilla. Admiró las manos morenas cubriéndose los cabellos de seda con la capucha de su capa roja. Al reanudar su caminata el religioso, volvió la criatura el rostro y le miró con esos ojos virginales suyos, tan llenos de inocencia, para acto seguido dirigirle una sonrisa, una suave reverencia también. Se dio así la vuelta, tela roja al aire, y abandonó a Gracián embelesado con su rastro similar al de una mariposa.

Pronto creyó ser víctima de un arrebato religioso, en el que Dios mismo le brindaba una oportunidad inaudita; era un regalo para él, Gracián, su siervo siempre fiel; el que laceró su espalda, fusta en mano, noche tras noche por él, para ser digno de su aprobación cuando el pecado afloraba. Los ojos se le inundaron de lágrimas, e incluso berreó tan dolorosamente como cuando era sólo un niño y no se le permitía cortar ni el pétalo de una rosa en los jardines de la marquesa. Sin pensarlo más, emprendió furiosa, codiciosa carrera tras las pisadas, implorando en el aire gélido la palabra ¡ángel! que aquel escuchó y le obligó a detenerse. Casi al instante, en un duro impacto, atrapó entre sus brazos al motivo de su obsesión, para sostenerlo con fuerza mientras admiraba el vaho que ambos alientos desprendían, pues pensaba se transformarían en plumas como la luna, luminosas, producto de aquel milagro inminente.

Ángel, ángel de mi vida... brinda inmortalidad a mi alma con tu beso, tal como lo hiciste con aquel hombre. ¡Apiádate de mí, ángel divino! Dicho esto, se deslizó con fervor a lo largo del cuerpo frágil y magro, hasta yacer pegado a sus pies. Sólo de esta forma, ridículo, lacrimoso, fue capaz de admirar la cadenita de plata en el tobillo ajeno, adornada con una cruz tan reluciente. El ángel se volvió y le miró con aquellos ojos de misericordia que lo caracterizaban. Sonrió, negó suavemente con la cabeza y murmuró: No, monseñor. Para usted mi más hondo respeto y gratitud. Usted es intocable; no se ensucie, por favor. Levántese. Tras soltarse del agarre y ejecutar otra penosa reverencia, se desvaneció corriendo en la neblina, tal vez asustado. Gracián, en cambio, permaneció tendido sobre el asfalto mojado.





Las campanadas lo despiertan de su ensueño. Es hora de ir a casa. Antes de partir, contempla la capilla por última vez y evoca la imagen de aquel ángel marchito en los calabozos de la Inquisición. Durante el alba que sucedió al abominable encuentro, Monseñor Gracián se miró al espejo víctima de una sobriedad monstruosa. Se supo burlado, humillado, y decidió que aquel acto de soberbia no lo perdonaría jamás. Pronto investigó y emitió su denuncia en las sombras: acusó a un joven gitano, casi marginal, llamado Gyula por cometer pecados de herejía y sodomía. Acusóle de procurar inducirlo al pecado por medio de brujerías irrefutablemente diabólicas, practicar actos de sexualidad aberrante y paganismo. La Santa Inquisición concedió la razón a la eminencia de Monseñor y aprehendió a aquel pobre diablo, cuyo único defensor fuera el  pintor quien, al verse ignorante, visitó a Gracián para suplicarle liberasen a un muy preciado amigo suyo, víctima de falsas calumnias. Apeló a su bondad, y se retiró agradecido con la falsa promesa del religioso, quien haría todo lo que estuviera en sus manos.

Así Monseñor se sentó largas horas, por días enteros, a contemplar las más terribles torturas ejercidas a Gyula, ángel desnudo, quien profería intensos gritos de agonía desde el potro, en lo más alto de la garrucha, con las heridas del cinturón de púas infectadas. Permaneció por un tiempo indeterminado sin comer, tumbado en la oscuridad, hasta que decidió confesar las mentiras que le obligaban a pronunciar tan sólo por conseguir el perdón y terminar con el inmenso dolor que le aquejaba en cuerpo y alma. El tribunal decretó que se encontraban ante un caso de posesión, según sus declaraciones y, en vez de otorgarle la liberación prometida, fue condenado a muerte, todo a petición del agravado Monseñor Gracián. Gyula falleció desangrado tras prolongados gritos en la silla de Judas; no obstante, monseñor solicitó le dejasen en la celda unos instantes a su lado, moribundo. Acarició los cabellos negros llenos de tierra, sangre y sudor; contempló la quijada desviada, los huesos deformes y esos ojos alguna vez refulgentes, despojados de todo sentimiento ajeno al pavor y la tristeza. Gracián se inclinó y reclamó así el beso sagrado tan añorado. Aspiró el último aliento de su ángel; sostuvo en sus brazos largo tiempo aquel cadáver feo, miserable, del joven que fuese su delirio durante el invierno.

Tras satisfacer el morbo de sus deseos más ruines, le abandonó y ordenó su desecho.




Después de cerrar la catedral, Monseñor camina hacia su carruaje, no sin antes detenerse frente a los rosales marchitos. Arranca una flor muerta y la contempla desmoronarse en su palma, entre los dedos fríos. Mientras viaja bajo las hojas del otoño, piensa en ello, en el motivo superficial de su congoja: Las rosas nacen para morir, después de todo. Lo mismo ocurre con los animales, con los hombres, con la fe e, incluso, quizás con el alma. Y aun así, es tan bello disfrutar del esplendor invariablemente fugaz... Recuerda la belleza gitana, el cadáver como rata aplastada, el gran placer obtenido al poseerlo de una forma rebosante en villanía y, claro, la manera en que aquel sentimiento se desvaneció con el tiempo hasta extinguirse todo rastro de excitación para ser reemplazado por una insatisfacción aberrante.

¿En qué grado de la decadencia me encuentro yo ahora mismo?

Apenas sonríe, con tristeza. La vida continúa, la vida es así. En casa le esperan sus gatos y su madre santa, por lo que se persigna con la cadenita de plata en su muñeca y hace amable conversación al cochero.



[Notas de la autora: Narración cruel, huh. Narración humana, supongo. ¿Qué les parece? Se aceptan sugerencias y opiniones. Gracias por leerme, incluso si creo personajes como Monseñor Gracián. :D]

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