1. Herido y asustado

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Miró hacia abajo con detenimiento, asegurándose de afirmar bien sus pies en la orilla saliente de aquel risco, cuidando de no resbalarse o perder el equilibrio con tanta facilidad. No tardó en divisar una masa de agua fluyendo, envuelta por cientos de rocas filosas y árboles viejos, convirtiendo el paisaje en una potencial trampa mortal para quien se lanzara de ese punto.

El vértigo comenzó a recorrerlo con una velocidad asombrosa, haciendo que su visión se volviera tan borrosa que todo a su alrededor parecía moverse, a eso le siguió una sensación de mareo que no tardó en traerle nauseas terribles, mucho peores que las experimentadas en su última borrachera.

No tuvo más remedio que retroceder un poco para calmar sus síntomas e intentar calmarse. Pasaron un par de segundos entre una acción y otra, viéndose con la necesidad de tomar aire, sintiendo como la molesta ansiedad lo llenaba, acelerando su corazón a más no poder, creándole deseos de salir corriendo, sorprendiéndolo de tener esa clase de emociones a esa altura del asunto.

Volviéndose plenamente consciente de la caída que estaba próximo a experimentar, el ya no tan joven Jean Pierre Polnareff se preguntó cuán doloroso serían los segundos posteriores, cuánto tardaría en perder el conocimiento, cuánto en agonizar y cuánto más en ahogarse en el río que serpenteaba con bravura aproximadamente veinte metros más abajo. También estaba la duda de si acaso se golpearía primero con las rocas o su impulso sería suficiente como para dar con el agua directamente.

Unas cuantas lágrimas se acumularon en sus ojos casi tan claros como el cielo de verano, fluyendo por sus mejillas pálidas y hundidas por el insomnio y el descuido propio, deslizándose sin ninguna clase de prisa hasta perderse en el borde de su mandíbula. Volvió a acercarse, tomando suficiente aire como para no acobardarse en ese punto y poder así dejar su existencia de una vez.

Y si bien el suicidio nunca le había sido remotamente atractivo, útil o siquiera una opción para tomar durante sus treintaitrés años de vida, en ese momento ninguno de sus otros caminos para elegir parecía querer ofrecerle el alivio que buscaba con tanta desesperación.

Sumándose a esa necesidad, ya no le quedaba nada a lo que aferrarse para seguir adelante, nadie a quien poner triste con su partida voluntaria, lo había perdido todo durante su juventud y esas cosas nunca volverían por más que se esforzara en reconstruir su vida tal y como la había dejado antes de partir a Egipto con un grupo de desconocidos. El futuro le era vano y tanto como continuar viviendo o desaparecer de él no haría ninguna diferencia.

Llevó las manos a su frente, tirando hacia atrás los mechones plateados de su cabello grasiento por el descuido personal, usando la fuerza suficiente como para experimentar alguna clase dolor antes de morir. Los deseos de gritar los contuvo a duras penas, gruñendo entre sollozos para que nadie que transitara de casualidad en medio ese bosque lo escuchara.

Miró una vez más hacia abajo, preparándose para saltar y acabar con todo de una vez. Soltó su cuerpo, relajándolo a pesar de sus propios titubeos, deseando, de alguna forma impedirse a sí mismo tomar esa decisión.

Un suave ladrido bailó por sus oídos aunque prefirió ignorarlo de la misma forma en la que había estado ignorando cada uno de los sonidos y sensaciones ambientales que lo rodeaban. Un repentino tirón en la basta de sus pantalones lo hizo caer hacia atrás sin siquiera darle tiempo para detenerse, ahogándose en su propio llanto mientras golpeaba el suelo de tierra con su trasero.

El suave olfateo de un can lo hizo volver en sí, viéndose acostado en una cama en medio de las penumbras con un perro encima suyo lamiendo su cara desesperadamente. Cientos de dudas lo invadieron al instante, preguntándose por ejemplo, dónde estaba, qué hacía allí o qué había sucedido después de que su propia cobardía le impidiera saltar al vacío.

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