2. El paraíso

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Si estaba soñando, no quisiera que me despertaran jamás. Tenía a Beatriz pegada a mi cuerpo, tan cerca, tan maravillosa como siempre. Desde mucho antes de que ocurriera lo que pasó en la Junta directiva y ella se fuera, mucho antes de que la tragedia de mi vida se desatara, venía soñando con este momento. Especialmente porque me moría por besarla, acogerla en mis brazos y sentirla cerca de mí y ella era indiferente, por algo que yo desconocía y que comprendí después, cuando el mundo se me vino abajo. El último beso que nos habíamos dado fue la noche antes de la Junta directiva. Recuerdo que esa noche dejé de mentirme a mí mismo y dejé de ignorar mis sentimientos aceptando que me había enamorado de Beatriz. En ese beso, que fue realmente su despedida, se me fue la vida entera. Sus labios me buscaban desesperadamente y su cuerpo me demostraba que ella aún me amaba, aunque pretendiera evadirme. Ese beso que fue interrumpido por la llamada de Marcela y que quedó inconcluso porque Beatriz aprovechó para irse y dejarme en esa oscura y fría oficina, teniendo la epifanía de mi vida.

Ahora, en este instante, Beatriz estaba acariciando mi cabeza con las yemas de sus dedos, mientras yo exploraba tímidamente su cuerpo por encima de su ropa. Me sentía un completo ignorante en lo que estaba haciendo. Me sentía como si nunca hubiese tocado a una mujer, como si mis manos no se hubieran deslizados por otras pieles y mis labios no hubiesen besado jamás otros labios. Beatriz me llevaba a otro plano de lo espiritual y lo corporal y solo puedo explicar eso con una cosa: nos amamos, nos amamos como locos, como nunca hemos amado a nadie. Nos amamos de una forma que no se puede decir, que supera cualquier tipo de realidad y de ficción. Yo sabía que la amaba con cada fibra de mi ser, sabía que Beatriz era la mujer de mi vida y precisamente por eso estaba terriblemente destrozado: creer que había perdido a Betty me había hecho sentir muerto. De mí solo quedaba un cadáver que tenía movimiento. A las malas me había hecho a la idea de que Beatriz no me iba a perdonar y por eso anhelaba huir, anhelaba irme de todo y de todos para poder dedicarme a vivir mi dolor, que merecía. Porque yo, Armando Mendoza, no merezco nada. No merezco tener ahora mismo a Beatriz entre mis brazos, besándome con tanto amor, correspondiéndome de una forma que jamás había experimentado. Beatriz es todo lo que pensaba que no iba a encontrar nunca... y ahí la tenía, respirando agitadamente por el furor de nuestro encuentro.

Delicadamente empecé a caminar hacia el sofá que se encontraba en la esquina de la oficina, no sabía si Beatriz iba a seguirme o si iba a detener el beso. En cualquiera de los dos casos, no importaba nada porque ahora lo único que a mí me importaba era que oficialmente ella estaba conmigo. En mi mente ahora solo se repetía su voz diciéndome "lo amo, doctor" y su risa particular que llevo guardada en un lugar especial de mi corazón. Beatriz caminó conmigo, dejándose llevar por mis pasos y mi cuerpo, sin soltarse. Ella estaba disfrutando tanto del momento como yo y eso me llenaba de plenitud, de felicidad absoluta. Me motivaba a continuar besándola, a continuar con lo que quería a hacer. Me deshice tanto de sus gafas como de las mías, dejándolas en el suelo.

Con suavidad, la recosté en el sofá. Todo a tientas, todos a gatas porque nuestros ojos se mantenían cerrados y nuestras mentes especialmente concentradas en el beso. Su lengua húmeda se enredaba con la mía, era suave, tímida y delicada pero juguetona. Su sabor era dulce. Era el sabor de mi Betty, de mi amor. Para mi sorpresa, fue ella quien dio el primer paso: desabotonó el único botón que estaba abotonado en mi chaqueta. Lo hizo con un poco de torpeza, yo sabía que ella estaba nerviosa pero también sabía que estaba tan feliz como yo. Deslizo la chaqueta por mis hombros hasta que cayó al suelo y yo, suavemente, hice lo mismo con ella. Desabotoné su chaqueta color rosa, que le quedaba magnífica, y levantando un poco su cuerpo, la quité por completo para tirarla al lado de la mía. Dejé de besar sus labios para pasar a besar su mentón y su cuello. Abrí los ojos porque quería verla, quería comprobar que no era un sueño, que Beatriz realmente estaba ahí, con su respiración agitada. Pasé mi lengua lentamente por su cuello, hacia arriba, hasta llegar al lóbulo de su oído. Sus manos se habían colado por debajo de mi camisa, ahora desorganizada y por fuera, estaban acariciando mi espalda, de arriba abajo. Sentí como hacía un poco más de presión con sus dedos en mi espalda, en respuesta al beso que deposité en su oído. Noté como su piel se erizaba y su cuerpo se tensionaba un poco más.

Juntitos los dosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora