Capítulo 11

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11 - LA CENA DE LA DISCORDIA


(Jingle Bell Rock - Mean girls)


—¿Mara? —Grace ladeó la cabeza, extrañada—. ¿Qué pasa? ¿Algo va mal?

Di un paso torpemente hacia atrás y mi cadera chocó con un plato que tenía Grace sobre la encimera, que se movió y cayó al suelo, armando un estruendo y esparciendo la comida por todas partes.

Yo lo veía como desde otra galaxia. Grace soltó una maldición y me hizo un gesto para que me apartara, cosa que hice sin darme cuenta. Me dijo que tuviera cuidado con no hacerme daño con los trozos de cerámica rota y yo murmuré algo sin sentido. A partir de ahí, solo pude oír el latido de mi propio corazón.

El jefe de policía... su hijo... él... no. No podía ser verdad. Seguro que era una broma. Seguro que solo seríamos nosotros tres, como siempre. Él no existía. De eso había intentado convencerme durante años. De que no existía, de que me lo había imaginado todo.

Escuché la voz de mi padre junto a mi cabeza y me aparté bruscamente cuando noté lo cerca que estaba. Se había acercado al escuchar el ruido del plato estrellándose contra el suelo. Cuando me aparté de esa forma, tuvo el instinto natural de alargar una mano hacia mí, cosa que solo me alejó todavía más.

Un minuto más tarde, había subido corriendo a mi habitación, cerré el pestillo, me metí en mi pequeño lavabo, me agaché delante del retrete y vomité de una forma casi dolorosa, sujetándome con ambas manos a la taza. Cuando por fin pude apartarme del retrete, tenía los dedos entumecidos y una capa de sudor frío en la piel.

Y sabía a quién necesitaba. Lo había hablado con ella. Busqué el móvil con manos temblorosas en mi bolsillo y gracias a algún milagro conseguí marcar el número de la doctora Jenkins que, menos mal, no tardó en responder. Y sabía que si la llamaba un día así no era por cualquier cosa.

—¿Qué pasa, Mara? —preguntó, y me sorprendió lo preocupada que sonaba.

—Yo... —no sé ni cómo conseguí encontrar mi voz, pero noté que los ojos se me llenaban de lágrimas—. Él... m-mi padre...

—Escúchame, Mara, ¿te acuerdas de esos ejercicios de respiración que practicamos?

Pero ya no la escuchaba. Cerré un momento los ojos y casi pude sentir una mano oprimiéndome la garganta. Volví a abrirlos de golpe, aterrada, y me encontré a mí misma encogida contra la pared del cuarto de baño, con el móvil en el suelo. Me costaba respirar. Me llevé una mano al pecho. El corazón nunca me había latido tan deprisa. Me estaba ahogando. Intenté inspirar, pero no podía, era como si algo me obstruyera el pecho, lo estrujara y no dejara que el aire entrara. La desesperación se hizo todavía peor y empecé a notar que me cosquilleaban las puntas de los dedos y el cuero cabelludo. No podía respirar. Y no podía cerrar los ojos, porque si lo hacía lo vería, lo vería a...

Como de una galaxia paralela, escuché la voz de la doctora Jenkins sonando desde el móvil, que seguía en el suelo. Me arrastré, casi sin poder respirar y con las mejillas empapadas de lágrimas calientes que se mezclaban con mi sudor frío, y conseguí agarrar el móvil otra vez.

—Mara, ¿me estás escuchando? —por cómo lo decía, me daba la sensación de que lo había repetido muchas veces, por si en alguna estuviera escuchándola—. Vamos, sabes que puedes hacerlo. Lo hicimos en mi consulta. Respira por la nariz durante tres segundos, suéltalo durante tres segundos. Céntrate solo en eso. Vamos, Mara. ¿Me estás escuchando? Voy a mandarte una ambulancia y...

—¡No! —me escuché gritar a mí misma.

—Bien, ahora sé que me escuchas —casi sonó aliviada—. Céntrate en mi voz, ¿vale? Inspira hondo, durante tres segundos. ¿Lo estás haciendo? Siente cómo el aire fluye hacia el vientre... y suéltalo haciendo exactamente lo mismo. Inspira por la nariz y suéltalo por la boca. Vamos, otra vez. Otra vez, Mara.

Tardes de otoñoWhere stories live. Discover now