Soledad

151 37 85
                                    

"Tienes que amar a tu familia por encima de todo, porque al final ellos son lo único que te queda".

Qué bonita frase. Lástima que al final sólo sea eso, una frase; palabras vacías, sin alma ni cuerpo. Sencillas de pronunciar cuando tienes un núcleo familiar ejemplar; personas que te aprecian y valoran por lo que eres. Pero la vida real no es un cuento infantil con final feliz, está plagada de crueles procederes que te obligan a cambiar la manera en que la ves.

Y eso fue lo que tuve que aprender a forzosas experiencias.

Mi padre, un alcohólico empedernido que violentaba contra mi persona para satisfacer su miserable existencia, provocó traumas en mí de todo tipo que aún perduran como fantasmas que trato de dejar en el pasado.

Me obligaba a ser su esclavo como si fuese un animal de circo. Pero a diferencia de estos, que al menos resultaban merecedores de una recompensa o los aplausos del público, a mí sólo me esperaban más golpes. Golpes que dejaban moretones en mi cuerpo; marcas que tenía que esconder por mi propio bien, porque si no lo hacía, temía que las incesantes amenazas de muerte que llovían diariamente en mi dirección se pudiesen hacer realidad.

Mi madre, una prostituta sin escrúpulos, me obligaba a realizar su trabajo mientras disfrutaba viéndome sufrir, para después malgastar el dinero en su asquerosa adicción a las drogas; dinero del que nunca recibía una ínfima parte, ni siquiera para mi alimentación.

Sus clientes, igual de perversos a ella, me manejaban a su antojo como si fuera un muñeco de trapo. Con navajas y artilugios dañinos me amenazaban si llegaba a rehusarme ante sus macabros deseos. E incluso si no lo hacía, era frecuente terminar con algunas heridas por parte de aquellos psicópatas.

Al igual que un pedazo de tela para limpiar el polvo, yo era usado hasta que mi cuerpo se sentía sucio y desgastado, para después ser abandonado a mi suerte en un rincón de la lúgubre habitación en la que concurrían mis desafortunadas experiencias. Y ahí permanecía hasta que mis ojos estaban tan hinchados, que no había lágrima alguna esperando salir del río de mi desdicha.

Para cuando terminaba de llorar, me veía cubierto en aquel mar de lágrimas que se combinaba con mis problemas, formando un cuerpo de agua contaminado, sórdido. Una extraña mixtura asquerosa y repugnante que se adhería a mi piel en forma de barro; lodo que representaba mis muertas esperanzas anegadas en un manto de dolor y sufrimiento.

"¿Por qué había nacido?", me preguntaba muchas veces.

Y así como yo era tirado a mi suerte, partes de mi alma se desprendían de mi ser para caer en la miseria en la que me arrastraba; piezas de un rompecabezas que tuve que rearmar incontables veces a lo largo de mi existencia.

¿Familia?

No, ellos no se acercaban a la definición de eso. Por mí estaría bien si se muriesen mañana mismo, no sentiría un ápice de tristeza. De hecho, todo lo contrario. El mundo, al igual que yo, se regocijaría ante aquel acto de humanidad; el afecto que alguna vez les tuve —si es que alguna vez lo hice— se había sumergido en el mar de odio que ellos mismos habían provocado.

Admiro a las personas que pueden ser tan bondadosas como para perdonar algo así. Yo jamás podría. Pero al mismo tiempo pienso en lo estúpidos que son por permitir que alguien los humille de esa manera. El hecho de que sean nuestra familia no significa que debamos rendirles pleitesía.

El respeto se gana, y no importa quién seas, no tienes ningún derecho a reclamar algo que no has cultivado.

Los abusos en mi "hogar" persistieron por largos años. Sin embargo, cuando cumplí dieciséis, decidí ponerle un fin a todo eso. Había conseguido un novio y estaba dispuesto a sacrificarlo todo por él.

Oneshots y MicrorrelatosWhere stories live. Discover now