Tóxico

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Todo comenzó en una plataforma digital; esas aplicaciones en las que algunas personas se obsesionan cuando no tienen un propósito para vivir, y se pierden a sí mismas en el fondo de un precipicio que cubren con la falsa sensación de seguridad. Se embriagan con esos goces que les proporcionan las notificaciones de sus perfiles como si fuera una droga, entregan todo su tiempo a cambio de unos instantes de beatitud.

Aquella plataforma que dio origen a mi agridulce experiencia se llamaba Wattpad, una red social en la que se podían crear y leer historias.

¿Alguna vez se han preguntado por qué las personas son tan diferentes en la vida real y en internet? ¿A qué se debe ese gran contraste en nuestras personalidades? Por muchos años fue una interrogante que taladraba mi cabeza. De hecho, lo investigué sin hallar respuesta alguna. Pero estoy casi seguro de haber encontrado la respuesta ahora: creo que mostramos nuestra verdadera cara en esa otra dimensión en la que millones de personas se conectan por medio de datos que viajan a través de todos los rincones del planeta.

Nuestra alma, lo que genuinamente somos y sentimos. Eso es lo que dejamos ver en ese vasto universo virtual.

Cuando navegamos por aquella dimensión, las cadenas que la sociedad nos impone con tanto ahínco en el plano terrenal se disipan. Y un sentimiento de libertad nos inunda, permitiéndonos expresar con autenticidad esas características innatas de nuestro ser.

Y así fue como me enamoré de él, conociendo su alma en una red social.

Hacía una tranquila y plácida noche la vez que recibí su mensaje.

No lo conocía, jamás lo había visto antes, pero por alguna razón el destino lo interpuso en mi camino.

—Hola —Fue lo primero que leí.

—Hola —respondí, inocente de lo que desencadenaría aquella conversación.

—No soy muy bueno hablando así que... ¿Qué tal? —dijo él.

—Bien, ¿y tú? —¿Qué quería ese chico? Era lo único que pasaba por mi cabeza en ese entonces.

—Bien —indicó.

Posteriormente me preguntó mi edad. Se la dije, y al principio lo sorprendió un poco. Por alguna razón que desconocía —al menos hasta ese momento—, lo sacó un poco de su zona de confort. Sin embargo, tuvimos una platica bastante entretenida. Demasiado para ser la primera vez. Y me dio la impresión de que le había agradado.

No estaba equivocado, pero tampoco debí hacer lo que hice la próxima vez que hablamos.

Al día siguiente noté que no me había mandado un mensaje. El sol ya se empezaba a esconder por las montañas, y yo aún esperaba que algo pasara. No lo distorsionen, no estaba ilusionado, al menos no en ese momento. Pero si tuvimos una conversación tan amena el día anterior, ¿por qué no me había vuelto a escribir? ¿Acaso tenía vergüenza de hacerlo?

No lo creía posible, después de todo, él fue el que empezó la charla.

A veces sobre pienso las cosas, y en ese momento llegué a la conclusión de que probablemente tenía pena de mandarme un mensaje otra vez. No sé por qué, pero las personas se pueden dejar llevar por su orgullo y no dan el siguiente paso. O a veces no se sienten seguros, y el pánico los imbuye hasta impedirles realizar una acción subsecuente.

Supuse que yo debía hacerlo; pensé que era mi deber dar el siguiente paso, pues él ya había hecho suficiente con empezar la conversación el día anterior, ¿no?

Pues no, mala idea.

¿Pero cómo iba a saberlo?

Así que fui yo el que empezó a escribirle esa segunda vez. Y a él no pareció molestarle en lo absoluto, de hecho, todo lo contrario.

Oneshots y MicrorrelatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora