Carlos Miller

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Ese día en particular llegué temprano al salón de clases. La luz naranja entraba por las ventanas desde un lado del salón. Había silencio, mucha calma, pues aún faltaba media hora para que los demás alumnos empezaran a llegar.

Me senté en el sitio de siempre. Abracé mi mochila y recordé la mano de August sobre la mía el día anterior a ese. Me quemaron las mejillas levdmdnte y sentí pronto cómo en mi rostro una ida sonrisa acompañaba mi imaginación. Y mientras mi mente anhelaba mil cosas más, reposé mi cabeza entre mis brazos, cerrando mis ojos con un suspiro, y apretando la mochila contra mi cuerpo.

Sin embargo, no mucho pasó hasta que mi mesa tembló bruscamente. Algo impactaba en ella, y luego alguien me miraba directamente.

– Eres un hijo de perra – escuché de pronto.

Mi cuerpo dio un brinco, encontrando frente a mí a Carlos Miller, con la apariencia diferente: con el cabello rapado y el uniforme del colegio ausente. ¿Cómo lo habían dejado entrar así? Era extraño.

Miré alrededor, y me arrepentí de haber llegado temprano, pues debido al vacío en el salón de clase, yo solo  ante Miller estaba parado. Y mis manos sudaron, mis piernas temblaron.

¿Por qué él había llegado temprano? Él siempre llegaba tarde y muy relajado. ¿Y por qué no estaba con el uniforme escolar? Eso me pareció extraño... Su ceño estaba fruncido, su rostro enrojecido mientras mantenía ambos puños apretados. Y entonces Miller levantó los brazos y estampó sus manos nuevamente sobre mi mesa.

– ¡Fuiste tú! ¿No es verdad? –exclamó, y con ambas manos elevó mi cuerpo jalando de mi camisa.

–¡Suéltame! –le grité, y me aparté de su agarre. Luego usé los pupitres alrededor para tomar distancia entre él y yo. Pues él se veía humeante, con los ojos hinchados y el cuerpo tenso.

– De verdad eres un marica chupa pollas... ¿Qué fue lo que hiciste? ¿Ya estás feliz ahora? – preguntó.

Me ubiqué detrás del pupitre más cercano, y mientras Miller intentaba acercarse, le iba tirando las carpetas y haciéndome a un lado.

El salón hacía eco, mis zapatillas chillaban contra el suelo, mientras me movía de un lado al otro tras los pupitres, preparado para salir corriendo por la puerta en cualquier momento.

– No sé de qué hablas – respondí – Explícame, Miller. No sé nada. No lo entiendo.

– ¿Crees que no sé que traes algo con el idiota de August? –exclamó. Luego arrastró varias sillas a un lado, apartando un lugar para alcanzarme mientras yo seguía evadiéndolo.

– ¿Y eso qué?

– ¿Se la mamaste para que metiera a papá en mis asuntos? ¿Qué fue lo que le pediste? ¿Ah? –cuestionó Miller.

Después sostuvo un pupitre con ambas manos y lo tiró a un lado, reduciendo el espacio entre nosotros, intentando alcanzarme con la notable intención de lastimarme.

– ¡Quieres callarte! – respondí, impactando mis manos sobre la mesa frente a mí – ¿Qué te traes, imbécil? – añadí, sintiendo cómo mi voz temblaba, y notando cómo algunas lágrimas empañaban mis ojos – ¡Solo fue una vez! ¡Solo me viste hacer eso una vez! ¡Una mísera y única vez, pero me tomaste esa estúpida foto!

Él aprovechó mi descuido y saltó unas cuantas mesas hasta alcanzarme. Me tomó de la camisa y me sacudió amenazante.

– Es tu culpa – respondió y elevó mi camisa bruscamente. Sus manos temblaban y me sorprendió ver sus ojos hinchados, como si hubiese llorado hace poco– ¡Nadie te obligó a caminar por ese lugar vestido así!

–¿Por eso me seguiste, Carlos? ¿Por eso me grabaste haciendo aquello con ese hombre? –le pregunté, luchando por escapar de su agarre – Me seguiste a ese hotel, y grabaste ese video. ¿Por qué? ¿Cuál era la necesidad? ¿Por qué yo, por qué tenías que seguirme? ¿Qué te costaba guardar un secreto?

– Yo no le guardo secretos a ningún gay de mierda – respondió, y me tiró al suelo.

– ¡Tú sabes que no es eso! –le grité, pero antes de notarlo, un profundo dolor me dejaba sin aire. Sucedía pues, que Carlos Miller me había pateado el estómago.

– Por tu puta culpa me metieron en la escuela militar – comentó pateándome una, dos, tres veces más – ¡No sé qué hiciste! – gritó finalmente y se alejó pateando algunas mesas.

El suelo estaba frío, y me dolía el cuerpo. No podía moverme del dolor, y pude notar ciertas gotas de sangre resbalar de mi boca al piso.

Giré mi cuerpo lentamente, y vi cómo Miller llevaba las manos al rostro y se repetía cosas para sí mismo. Y entonces mis sentidos se fueron nublando, mientras un pitido acompañaba el telón negro que caía ante mis ojos.

Y no recordé nada más.

Enséñame, GabrielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora