Octava noche.

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13 de Diciembre de 1998.

     Louis abrió los ojos, sintiendo un agudo dolor de cabeza ante el feroz sonido de su alarma. A tientas, estiró su mano para detener la alarma, y tras intensos segundos de lucha, lo logró.

Suspiró y con mucha paciencia se refregó los párpados. El ojiazul se levantó, dispuesto a revolver entre sus cajones por un conjunto de ropa.

Tras estar completamente vestido y aseado, salió de su cuarto vistiendo pantalones de jean, unas botitas abrigadas y un suéter color celeste, el cual resaltaba sus ojos.

Caminó hasta su cocina, ya acostumbrado por no tener a su gato maullándole en las piernas y miró por la ventana de la cocina. La nieve caía con agresividad sobre las copas de los árboles y el mismo césped.

Suspiró y negó con la cabeza, tratando de esquivar todos los pensamientos acerca de cómo la estaría pasando su gato en esos instantes.

Louis nunca usaba gorros, pero al ver cuánta nieve caía, se obligó a él mismo a usar uno. Era negro y tejido a mano por su difunta abuela.

Suspiró y con sus delicadas manos intentó sacar su bicicleta. Por más de cinco minutos trató y trató, pero sin poder lograrlo se dió por vencido, bufando y soltando un pequeño insulto.

—¡Ugh, mierda! —él solo decía palabrotas cuando estaba muy frustrado.

Se puso ambas manos en la cintura y frunció el ceño. Dejó que de sus ojos se escaparan unas pequeñísimas lágrimas de frustración absoluta, para luego correr dentro de su casa y levantar el teléfono. Presionando los botones con suavidad, marcó a la tienda.

—¡Merlín la nieve no me deja ir en bicicleta! —exclamó él apenas pudo oír la voz del viejo fanfarrón. —Tendré que ir caminando y llegaré apenas un poco más tarde, lo siento mucho, de verdad— Merlín Hamilton había dejado de ser el Grinch que solía ser con Louis desde el altercado con ese cliente altanero.

No había dejado de fanfarronear completamente, pero sí había disminuido.

Le recordaba mucho a su hijo, quien había cometido suicidio hacía unos tres años. Louis y su hijo se parecían muchísimo físicamente, ambos tenían un par de ojos color cielo y labios finos, también tenían cabellos color chocolate.

Era por esa razón que cuando vio a Louis hecho una pequeña bolita, sollozando y cubriéndose el rostro como un niño herido, pensó en su hijo.

Louis fanfarroneó en voz baja, para luego acomodar sus botitas y salir bajo la fría nieve. Maldijo hasta caminar más de dos cuadras.

Y cuando cruzó una de las calles llenas de agua, un imbécil pasó con su auto sobre un charco con agua, mojándole.

— ¡Oye, idiota! ¿¡No ves lo que hiciste!? ¡Por qué no mojas a tu...ugh! —gritó Louis con su voz chillona, pero sin acabar la frase.

El día no le estaba yendo para nada bien. Harry, desde su auto, pudo observar al pequeño ojiazul fanfarronear y por un segundo soltó una risita.

Harry pensó en que debía hablarle en señas. Suspiró, no llevaba muy bien el lenguaje, lo había aprendido porque en un comedor en el que él trabajó había un niño de unos 16 años que era mudo.

Y las señoras que lo conocían le enseñaron para que Harry pudiese comunicarse con él. El chico de ojos verdes pudo ver cómo el de cuerpo curvilíneo se sacudía la nieve de los pantalones y al mismo tiempo se lamentaba. Sintió dolor un poco de enojo al saber que alguien lo había mojado apropósito.

Línea Suicida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora