Novena noche.

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14 de Diciembre de 1998.

        —Hola...Hola señor A —murmuró Louis dulcemente, mientras tomaba la mano del ancianito y la sostenía en la de él, apretándola con gentileza.

La mano del señor Antonelli era apenas más grande que la del chico de ojos azules. Él suspiró, mientras observaba las facciones de su vecino. Estaba atado a tubos de oxigeno y tenía varias intravenosas en las manos. Su corazón dolió al verlo en ese estado tan...tan indignante.

— ¿Sabe si su familia ha venido a verlo? —le preguntó con timidez a la enfermera que se encontraba proporcionándole las medicinas diarias.

Ella levantó la vista, sus ojos eran oscuros, al igual que su piel y su cabello, el cual era adornado por inmensos rizos.

—No, no ha venido nadie más que tú —dijo con un poco de dolor en su voz. Louis asintió, mientras sentía furia hacia la familia de su vecino.

¿Tan difícil era que lo vieran? ¿Que lo visiten? Louis maldijo en su fuero interior y frunció el ceño por algunos segundos. Levantó la vista y le dio las gracias a la enfermera.

—¿Sabe? Usted no los necesita. No necesita a nadie. Es fuerte y sé que saldrá de esto. Recuerde esto, ''todo está en la mente'', fue lo que me dijo hace tiempo, ¿se acuerda? De verdad, recuérdelo, sé que lo logrará —susurró las últimas palabras con la voz cortada, mientras acercaba una silla a él y se sentaba.

No dejó de sostener la mano del señor A en ningún momento. Después de sentarse él simplemente puso la mano del ancianito en su cabeza y con gentileza descansó la frente junto al cuerpo de su vecino. Lloró en silencio, descargando su alma y dolor.

—Te quiero mucho, Stephen, te quiero ''abuelito'', de verdad —susurró, como si fuera un secreto.

Louis se despidió, frotando suavemente la mano de su vecino y luego depositó un suave beso en la frente de su adorado ancianito.

—Hasta luego, abuelo.

Mientras recorría las frías, húmedas y nevadas calles de Londres, decidió entrar a un kiosco y comprar una paleta. Siempre le venían bien, aunque él sabía que no tenía permitido gastar dinero de más.

Suspiro y con sus suaves labios apretó la paleta de caramelo entre ellos. Caminó unas cuadras más, muchas más, hasta llegar a su casa. En ese momento eran las dos de la tarde. Había salido temprano y había aprovechado para visitar al señor A, ya que sentía que debía acompañarlo.

Una vez dentro de su casa, Louis suspiró y se sentó en el sillón. Un ruido hizo que Louis diera un respingo y en pocos segundos una silueta regordeta se sentó en el sillón.

— ¡Oh por Dios! —exclamó, casi tragándose la paletita color roja.

Las lágrimas le salieron de los ojos y no pudo contenerse, pasó sus dedos por el suave pelaje de su gato Félix y lo elevó en el aire.

— ¡Por Dios, Félix, eres tú! ¡Eres tú, mi gordito hermoso eres tú! —gritó, mientras las lágrimas de felicidad le caían por los ojos.

Abrazó a su gato, sintiendo cómo él maullaba y ronroneaba. Simplemente lo acarició, sintiendo cómo las lágrimas le quemaban. Se sentó en el sillón, sintiendo el calor de su gato en su regazo.

El chico de cuerpo curvilíneo acarició el sedoso pelaje de su gato y pudo observar cómo una cicatriz arruinaba parte del pelaje detrás de su oreja.

—Oh bebé...¿estuviste en una riña? —comentó Louis, mientras reía suavemente, con sus ojos hechos pequeñitos y las lágrimas aún cayéndole por los ojos.

Línea Suicida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora