Capítulo 4: El intruso

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El murmullo de unos ojos sobre un lago atormentaba mi memoria y su nombre: Sandy, hacía estragos algo muy dentro de mi cabeza. Al poner los ojos sobre las cristalinas aguas, tenía la sensación de escuchar una melodía que iba y venía, una melodía que me arrullaba y suspendía en los recuerdos perdidos, pero su música y letra se habían ido yendo a un lugar donde ya no podía alcanzarlas.

El amanecer explotaba sobre el lago y yo me aferraba al termo de té con la misma fuerza que tomaba el libro. Creía escuchar el ladrido de un perro, pero quizás el ladrido pertenecía a otro día y a otro lugar y a otro viejo, porque en aquel instante solo me acompañaban un par de grillos y uno que otro susurro que se había escapado de mi boca tratando de leer sobre las líneas de aquel libro. Estaba solo, tan solo como al inicio.

Tomé el libro para leer su lomo, pero no alcanzaba a leer más allá de unos cuantos intentos de letras despintadas. Abrí el libro de nuevo y me rasqué la cabeza, acomodé mi corbata café y me acomodé los lentes. Estaba por empezar lo bueno.


Conocí a un chico

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Conocí a un chico... y creo que podría arruinarlo todo.

Pensé que no lo volvería a ver. Dijo que era de Chicago, así que pensé que solo estaba de vacaciones. Creí que estaría unos días en el pueblo y luego se iría. Pero me equivoqué, tanto como para dejarme llevar, para hacernos creer que había una posibilidad. Participé en un juego que sabía cruel, porque no podía suceder. Sin embargo, ese día en el muelle tuve la sensación de que todo estaría bien, tal vez quise no ser yo. Pero al terminar la noche mi nombre y mi rostro seguían siendo los mismos.

Debí sospechar que algún día lo volvería a ver, pero no creí que lo tendría frente a mí un día donde el dolor y el cansancio fueran lo único en mi mente. Su nombre se había clavado en mi cabeza desde que lo pronunció y no había pensado en otra cosa más que en Dean Rosen. Me sentía como una idiota por sentirme atraída por un chico como él, por un niño bonito. Pero ese día en la cafetería no me importó quién era o siquiera sentí interés por hacerlo desatinar o verme interesante, lo único que deseaba era que desapareciera y dejara de hacerme caer, porque en esos momentos realmente sentía que me caía.

Recuerdo subirme a la bicicleta por temor a decir que sí. Pedaleé tan fuerte como me lo permitió mi cuerpo. Pedaleé hasta que volver ya no fue una opción. Creí que sería tan sensato como para dejarme ir, para aceptar mi respuesta y darse por vencido. Pero me equivoqué, como siempre...

Tres días después, luego de largas horas de reposo, regresé. Me sentía fresca y alegre, como no me había sentido en las últimas semanas. Quizás fue mi estado de ánimo lo que me llevó a errar de nuevo o quizás la sensación de poder lograrlo todo que tenía después de una mala semana... Quizás debió ser eso.

El día estaba hermoso, había sol, me recordaba a los días en California. Me subí a la bicicleta y me dirigí hacia la cafetería. Pensé que lo vería pronto, a él y a esos tres lunares que posaban sobre su mejilla izquierda, pero no fue así. Me dediqué a mirar la puerta durante días esperando a que hiciera sonar las campanillas; vi durante tanto tiempo la puerta que la decepción y el alivio de su ausencia empezó a molestar con inquietante ironía. Entonces empecé a sospechar que las vacaciones habían terminado y traté de regresar al plan original, de mentalizar esa meta que sabía no podía estar muy lejos de mí. Pero entonces apareció de nuevo.

Las reglas del destino (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora