Capítulo 9: Ausencia

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Debían de ser las once de la mañana, a lo lejos veía a un par de personas caminar por el lago y más allá, donde empezaban las casas, había unos niños jugando con un balón. La tarde comenzaba y lo único que me acompañaba era mi inservible presencia. Me sentí viejo, cansado y, sobre todo, acabado. Sabía que lo único que me quedaba era esa memoria llena de recuerdos que poco a poco se consumían por la vejez.

Sentí una oleada de calor que me obligó a desabrocharme uno de los botones de la camisa y al hacerlo me di cuenta de que tenía migajas de comida sobre los pantalones. Me sacudí con desdén y al hacerlo manché la manga de la camisa, dejando una marca de crema de maní sobre la tela roja. Me di por vencido y bajé las manos hacia el muelle, como señal de rendición. Tambaleé los dedos junto a mí, sobre la madera, y tuve la sensación de escuchar salir una melodía de ellos. Lo intenté una y otra vez, queriendo recordar algún movimiento, alguna nota o por lo menos algo, lo que fuera, que me regresara a ese cuerpo. Pero fue inútil. Temía que ni una máquina del tiempo me devolvería aquella vida, porque por alguna razón se sentía ajena a mí. Solo sentía su ausencia.

Los días siguieron pasando y me sumergí en una hipnotizante rutina de libros y más libros

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Los días siguieron pasando y me sumergí en una hipnotizante rutina de libros y más libros. Dina había permitido que siguiera leyendo los sábados en el asilo de ancianos y que pasara los jueves y viernes en la biblioteca de la ciudad. Algunas veces aprovechaba ese pequeño rato libre para huir de mi castigo y vagaba por la ciudad en mi bicicleta disfrutando de los escasos rayos del sol. Había estado tanto tiempo sola en esas semanas que esas yo que existían en mi mente empezaban a estar de acuerdo en todo.

Dina pensaba que mi soledad era el reflejo de una posible depresión, y lo dijo tantas veces que entonces me di cuenta de que la gente me notaba y al hacerlo solo podían ver a una chica triste y solitaria. Arlene Morris, una de las ancianas del asilo, se acercaba a mí después de cada lectura y apretaba mi mano con dulzura; no pasó mucho tiempo para que pudiera darme cuenta de que aquel apretón de manos lleno de cariño también llevaba una enorme carga de lástima. Vi ese mismo gesto en los ojos de Andrea y de la profesora Mery Blunt, quien me miraba como a un cachorrito desvalido siempre que se dirigía a mí. Y aunque la posibilidad de que yo estuviera deprimida era grande, me mantenía ocupada por tanto tiempo que era difícil pensar que me faltara algo.

Pero esa soledad que tanto amaba no me deseaba con la misma locura. El sábado, 18 de septiembre, después de leer en el asilo de ancianos, pasé a la biblioteca para recoger unos libros y dejar otros. Leía La sonata a Kreutzer, solo me faltaban un par de hojas para terminar, así que necesitaba todo el silencio posible para disfrutar el final. Mi plan era terminar el libro y sacar un par más para pasar la semana, pero una voz familiar interrumpió mi lectura.

—Así que tú lo tienes —escuché un susurro delante de mí.

Levanté los ojos del libro y miré el cabello canoso de aquel hombre que destrozaba la música tras el piano de la escuela. Me veía con una cálida sonrisa y ojos llenos de alegría.

Las reglas del destino (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora