Capítulo 6: La nueva melodía

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Sostenía el libro con ambas manos tratando de recordar la sensación que ese verano le causó a mi cuerpo, pero aquellas emociones se habían escapado por los surcos de mis arrugas. Buscaba la mínima sensación, el más diminuto rastro de esa experiencia, quería por lo menos un roce que me diera vida. Trataba de recordar sus ojos avellanados o de revivir el perfume de su piel, pero entre más pasaba la vista sobre las líneas, más me alejaba de su recuerdo. Me sabía aquella historia de memoria; sabía el orden de cada una de sus palabras, sin embargo, el tiempo la había vuelto ajena.

Abrí el libro y lo cerré al instante, supe lo que me esperaba con solo leer las primeras líneas y sentí que mis mejillas se encendieron. "Pobre chico", pensé. Deseé estar allí. Deseé ser ese pobre chico que sufriría a más no poder.


Mamá era maestra de música en un instituto religioso, así que, apenas tuvo oportunidad, puso sobre mis manos un instrumento

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Mamá era maestra de música en un instituto religioso, así que, apenas tuvo oportunidad, puso sobre mis manos un instrumento. Aprendí a amar la música desde pequeña. Primero el violín, a los cinco años, y a los seis años la guitarra, cuando mis brazos tuvieron la fuerza para sostenerla. Me convertí en una niña que llevaba ruido de un lado a otro, pero mamá no perdió la esperanza y le dedicó día y noche a mis extraños y dolorosos talentos musicales hasta que una luz de belleza brotó de ellos. A los ocho años dominaba el violín y la guitarra, pero no fue hasta que cumplí nueve cuando conocí al instrumento que amenizaría cada uno de mis días: el piano.

Mi infancia pasó entre las cuerdas y el teclear constante; entre una melodía y otra; entre los regaños y las felicitaciones de mi madre. Y cuando ella murió, la música dejó de sonar como antes. Los días se volvieron silenciosos y el solo hecho de poner los dedos sobre las teclas del piano me recordaba que ya no estaba a mi lado, y el dolor de no tenerla se intensificaba aún más, porque me había enseñado a necesitar la música igual que al aire.

Lo cierto es que era débil y no podía resistirme a la presión. Por eso, después de la insistencia de Jake y Andrea, me vi sentada detrás del piano del restaurante de los Roberts. Ese día hacía frío, o quizás eran mis nervios, pero temblaba igual que un perro Chihuahua. Había tanta gente en el restaurante que sentía que las miradas me golpeaban una por una, derrumbándome por completo. Respiré profundo un par de veces antes de poner un dedo sobre las teclas y un sonido sordo y escandaloso brotó del piano, haciendo que el resto de las miradas cayeran sobre mí. Escuché el murmulló de los presentes apoderarse del lugar; quizás se preguntaban qué hacía allí, pero ni yo lo sabía.

Andrea, Jake, Hermes y Miranda estaban sentados en la mesa más cerca del piano; sus aún extraños rostros trataban de animarme, así que sus murmullos eran los primeros en golpearme. La luz era tenue y el restaurante olía a salsa o tal vez a café, los nervios no me permitían concentrarme. Cada mesa estaba ocupada. Escuchaba el sonido de los cubiertos golpear los platos y un constante cuchicheo ir y venir de un lado a otro. Y yo estaba allí, congelada, sin saber qué hacer, porque jamás había tocado el piano lejos de mamá.

Las reglas del destino (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora