Capítulo 2: Regla número cuatro

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―¡Hey, cuate! ―escuché una voz a mis espaldas

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―¡Hey, cuate! ―escuché una voz a mis espaldas.

Abrí los ojos y recuperé la noción del tiempo. Sentí un fuerte dolor en el pecho que desapareció conforme escuchaba la música volverse más y más fuerte. La luna empezaba a ponerse sobre nuestras cabezas. Un tic tac incesante me sacudió por dentro y escuché las teclas de una máquina golpearme las sienes. Desperté.

―¿Qué? ―exclamé confundido.

Hacía un calor infernal. Me arrepentía de haber elegido ese atuendo, lo único que había logrado era que las chicas me miraran como buitres hambrientos y que el culo se me estuviera cocinando. Me sentía fastidiado, acalorado y derrotado; pongan tantos adjetivos con connotación negativa como se les dé la gana, escríbanlo así, cual lo imaginen, me sentía así y mucho peor. Aquella noche no era para nada lo que había imaginado.

―¡La fiesta es un éxito, amigo! ―se veía alterado por el alcohol y tenía lápiz labial por todo el rostro―. ¿Qué rayos haces aquí? Deberías de estar con los cuates.

Volteé a ver la multitud que bailaba y cantaba a la distancia, me encontraba demasiado retirado del lugar para no oler la pestilente mezcla de alcohol y perfume barato. Había tanta gente que me molestaba saber que ninguna de esas chicas era digna de estar en la lista de conquistas. Me sentía asqueado. Tan solo dos vasos de cerveza habían alterado mis neuronas. Todas esas chicas se arrojaban a mí para que las eligiera. Quería vomitar.

―Sí, Jared... ―mencioné con los dientes apretados―. Me alegro por ti.

―¿Qué te pasa, viejo? ―señaló levantando los brazos y girando como un estúpido―. Parece que estás sufriendo.

Me recargué sobre la mano derecha para ponerme de pie y me sacudí las rodillas. Me encontraba a una distancia considerable de la casa de la mayor de los Skaders, tan cerca del lago como para sentir la brisa en el rostro. El molesto ruido de los grillos sonaba tan alto como la música de Aerosmith; me arrullaban tan duro que tenía la sensación de estar soñando. Me alboroté el cabello como muestra de enfado y me incorporé por completo.

―Dijiste que vendrían chicas lindas ―dije arrastrando las palabras―. Esas cosas parecen carroñeras.

―¿De qué hablas? ―soltó entre una carcajada―. Allí están Andrea, Allison, Melissa...

―¡Cómo carajos voy a conquistar a una si todas ellas están cazándome! ―levanté la voz, no me importó si medio mundo me escuchaba―. Ahora mismo podría estar cogiéndome a una libanesa, a una maldita francesa o podría estar en una jodida fiesta en Los Ángeles, ¿sabes a cuántas fiestas me invitaron este verano? ―me pregunté más a mí que a él―. Pero tuve que hacerte caso, ¿no?

―Pero si aquí hay buen material.

―La única mujer que vale la pena es tu novia y está de vacaciones en Montana ―refunfuñé sintiéndome como idiota, como un niño berrinchudo―. No sé por qué pensé que sería buena idea venir a este pueblo de mierda- Todo apesta aquí.

Las reglas del destino (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora