Capítulo 7: Un pequeño romance

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El olvido de aquel romance dolía más que haberlo perdido. Seguía excavando en mis recuerdos tratando de extraerla de alguna parte de mi mente, pero su imagen se aferraba a permanecer oculta. Alboroté el libro con la esperanza de que de él saliera alguna foto o algo que me hiciera recordarla, pero ni siquiera tenía polvo.

Me sentía roto. Sentía que aquel Jason, ese joven y ridículo Dean, solo era el invento de alguien más. Me desesperaba la idea de haberlo imaginado todo, porque el falso recuerdo era lo único que me quedaba.

Abrí de nuevo el libro y me dolió aún más leer lo que venía.

―Muchachos tontos ―dije con los dientes apretados.

Quise destruirme la corbata y arrojarla al lago. Traté de enviarle una señal para impedir que se separaran de nuevo, pero sabía que lo escrito no podía cambiarse. E incluso sabiendo que la despedida estaba en puerta, deseé vivir aquella mentira de nuevo.

 E incluso sabiendo que la despedida estaba en puerta, deseé vivir aquella mentira de nuevo

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Y entonces empezamos. Pasamos los siguientes días besándonos en cualquier rincón que nos lo permitiera. Mis labios adoptaron el sabor de los suyos y mis manos aprendieron de memoria cómo se sentía cada centímetro de su piel. Fuimos un torbellino de pasión que no logró saciarse de ninguna manera. Teníamos tanta necesidad del otro que buscábamos la mínima excusa para estar juntos. Encontrábamos privacidad en los baños de la cafetería, en alguna banca escondida del parque, en el cine y en cualquier callejón oscuro que se interpusiera en nuestro camino. Y cuando las ansias no nos dejaban vivir, corríamos a ese departamento que se convirtió en nuestro fiel aliado y perdíamos la razón sobre la cama, la ducha, el sillón o donde nuestros cuerpos encontraran refugio.

A Dina no le pareció extraño que Sandy dejara de asistir a los fines de semana de películas para ir a fiestas, pero sus amigos empezaron a cuestionar la razón por la que se presentaba a sus reuniones solo unos cuantos minutos y desaparecía el resto de la noche. Por otro lado, Scarlett y Elizabeth dejaron de invitarme a dichas fiestas después de esfumarme por segunda ocasión, y no me quedó otra alternativa más que ir solo a ellas para que Sandy pudiera escapar de allí.

Nos veíamos en la cafetería entre semana todos los días antes de su hora de entrada y disfrutábamos una hora y media juntos después de su hora de salida. Nos gustaba ir al lago y tirarnos sobre la madera húmeda y fría del muelle, y otras veces nos torturábamos sumergiéndonos sobre sus aguas frías solo para tener la excusa que estar cerca el uno del otro. Solíamos bailar sin música y correr de un lado a otro como dos niños tontos. Paseábamos en bicicleta por todo el pueblo y nos perdíamos entre las sombras de los árboles. Nos gustaba estar aquí y allá, y vagar entre las calles que nos eran desconocidas para besarnos sin temor a que nos reconocieran, porque no queríamos dejar indicios de ese desaforado romance que terminaría con el verano.

―¿Qué más me ocultas? ―preguntó de la nada, después de sostener el libro Noches blancas en la misma página por más de 30 minutos.

Las reglas del destino (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora