Capítulo 5: Una movida peligrosa

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Vertí un poco de café en la taza que llevaba en la canasta de provisiones y le di un sorbo para calentarme. El cielo se había pintado ya de azul, pero el frío de esa madrugada aún me calaba en los huesos. A lo lejos pude ver un bote empezar su jornada. Los pájaros cantaban muy cerca de mí, tan cerca que casi podía sentir su aleteo. Aunque quizás solo lo imaginaba. Me sentía solo, tan solo que empezaba a imaginar que aquel lugar era un paraíso, pero el paraíso estaba muy lejos de mí desde su partida. Sentía el dolor de su ausencia golpearme el alma.

Tomé el libro con ambas manos y lo llevé directo a mi pecho. La portada negra estaba desgastada y ya no se alcanzaba a leer lo que tenía grabado. Quise recordar las siguientes palabras, aquellas frases que en algún momento se habían grabado en mi memoria, pero que ahora vibraban lejos de mi cabeza. Me acomodé el saco gris y me eché sobre los hombros la pequeña cobija que me acompañaba; traté de darle calor a mi cuerpo para seguir reviviendo su recuerdo.


Las siguientes semanas transcurrieron con calma

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Las siguientes semanas transcurrieron con calma. Mi padre fue a visitarnos y pasó tres días con nosotras. Su corta estancia me ayudó a sentir que Detroit Lakes era mi nuevo hogar, y prometió regresar por mí en cuanto su trabajo se lo permitiera. Después se marchó, llevándose consigo la tristeza en el rostro y aquel pequeño pueblo volvió a ser ese lugar que me desconocía. Por otro lado, Andrea trató de incorporarme a su círculo de amigos, plan que fracasó completamente, por supuesto. Sus muy divertidos amigos no encajaban por completo con mi sedentario y tranquilo estilo de vida: ellos gustaban de pasar los días en fiestas o en el karaoke, mientras que yo prefería ver una película en silencio con Dina o leer bajo la luz de mi lámpara. Por ello, tal vez mis constantes rechazos a sus invitaciones fueron el detonante de mi exclusión, cosa que Andrea no se tomó para nada bien. "No te librarás de nosotros tan fácil", decía siempre que podía, pero no se daba cuenta de que ellos eran los que se estaban librando de mí. Y Dean, Dean estaba allí, con sus ojos acosadores y su cabello despeinado. Permanecía cerca para hacerme saber que pronto se iría y que, posiblemente, habría dejado ir al que podía ser mi primer amor.

Pero entonces algo pasó. El viernes, 16 de julio, algo le robó la paz al Café tres chicos, o mejor dicho alguien: Jake Roberts. Ese día transcurría lento, como ningún otro: había solo un par de mesas ocupadas, una que otra taza se había quebrado por aquí y por allá, y Andrea había pasado más tiempo con sus amigos que trabajando. Yo me encontraba leyendo Anna Karenina detrás de la barra; aprovechaba que el caos del fin de semana aún no había iniciado para ponerme al corriente con la lectura del mes.

Y entonces pasó: las campanillas sonaron y el aire de la cafetería adoptó un ambiente distinto. Como en la típica película para adolescentes, mi mente imaginó una canción animada y empecé a ver que todo se movía en cámara lenta, o tal vez solo él. Llevaba playera blanca, jeans azules y los tenis limpios, parecía haber salido de un comercial de pasta de dientes, ya que su sonrisa resplandecía como ninguna otra y todo él se veía impecable. No recordaba haberlo visto antes, pero me gustó que nos acompañara ese viernes.

Las reglas del destino (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora