Capítulo 8: Repercusiones

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―Señor, sus pastillas ―dijo la voz de una mujer regresándome a la realidad―. No debería salir sin abrigo, está helando aquí afuera.

―¿Pastillas? ―pregunté confundido.

Me acomodé los lentes y miré a una mujer robusta y con la cara colorada que vestía una filipina con pequeños patos de colores acercándose a mí con una recipiente de plástico en una mano y un vaso con agua en la otra. Me estiré hacia ella para tomarlo y vi dentro del pequeño vaso un montón de cápsulas de distintos colores. Volví la vista hacia ella y me concentré en su cabello mal peinado. Era Amanda. Por un momento pensé olvidar esas cuencas cafés que irradiaban cansancio.

―¿Sabe quién soy, señor? ―preguntó inclinándose para recoger mi termo vacío―. ¿Sabe dónde está?

―Por supuesto, Amanda ―respondí con fuerza―. Soy viejo, no idiota.

Asintió un par de veces sin dejar de verme a los ojos, como si buscara una respuesta escondida entre mis arrugas o muy dentro de mi cráneo. Giré la cabeza hacia otro lado para no verla y tomé los restos de un emparedado para entregárselos. Me incomodó su presencia; arruinaba mi cita con Sandy.

―Parece que hoy es un buen día para usted. Lo estaré observando desde aquella banca. ―Estiró la mano para indicarme una banca a unos metros, donde la casa terminaba―. Hágame saber si necesita algo.

―Anda, anda ―dije cruzando los brazos y alejando la mirada de su malhumorado rostro―. Haz lo que te plazca, pero déjame en paz.

―Su mal genio lo matará un día de estos, señor...

―Mi mal genio puede matarme el día que se le venga en gana. No me importa.

Hizo una señal con la cabeza, indicándome que las pastillas seguían en mi mano izquierda, bajo mis brazos cruzados. Llevé el vasito hacia mis labios y las hice pasar hasta mi garganta. Estiró hacia mí el vaso con agua y bebí su contenido para que las pastillas pudieran pasar. El frío me caló en los huesos.

―Se aproxima una helada ―dijo incorporándose.

Arqueé la cejas sin comprender a qué se refería. Estábamos en verano, las probabilidades de que nevaran eran mínimas. Miré el reloj sobre mi muñeca y traté de ver la hora, pero aquellas palabras me distraían. No entendía.

Después de aquel fin de semana y de mi número de llanto y quejas sobre la vida, Dina fue a hablar con Melissa Keller solo para enterarse que jamás estuve en su casa

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Después de aquel fin de semana y de mi número de llanto y quejas sobre la vida, Dina fue a hablar con Melissa Keller solo para enterarse que jamás estuve en su casa. Después de escuchar sus gritos y regaños, tuve que contarle todo lo que había sucedido con Dean y mis motivos para ocultárselo, pero eso solo le dio autoridad para impedirme seguir trabajando en la cafetería y mantenerme en cautiverio por los siguientes dos meses. Pasé la siguiente semana mirando su rostro enfurecido mientras me apuntaba con un dedo y me regañaba por haber perdido el más valioso de mis dones en manos de un desconocido, pero ella no sabía que ese don lo había perdido algún tiempo atrás.

Las reglas del destino (EN EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora