Capítulo veinte.

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Cuando regresas al lugar donde creciste te das cuenta que todo ha cambiado, aunque siga completamente igual. Puede que el cambio estuviera en ti, porque se vuelve de la misma manera en que se va; al regresar, en ti hay un acumulado de experiencias que no te permiten ver las cosas como lo eran antes.

-¿Quieres una taza de té?- le pregunté mientras encendía la estufa.

La tenue luz de mi vieja casa no ayudaba a percatar su rostro en su totalidad. Sentía cómo los párpados de Thomas se comenzaban a cerrar y cómo las gotas de sudor se desplazaban por su cuello con velocidad.

-Por favor- su voz ya se estaba tornando a un tono más grueso.

Mi madre siempre preparaba un té cuando teníamos sueño, decía que era un buen ayudante para el alivio. Ella se quedaba conmigo hasta tarde simplemente pasando canales en el televisor, de vez en cuando ella tomaba un libro, pero siempre permanecía ahí, conmigo, como yo no pude hacerlo.

Era algo embriagador ver a mi madre leer, fruncía el ceño, pasaba su lengua de vez en cuando para hidratar sus gruesos labios, sus manos viajaban por el ruedo de su vestido, soltaba unas dulces carcajadas con diversos diálogos, ella parecía completamente inmersa al mundo exterior cuando poseía un libro entre sus manos.

-Aquí tienes- coloqué la taza a su lado y me senté de frente.

-Linda casa- murmuró.

-No es tiempo de bromas-

Él dio un sorbo largo y logré sentir cómo su lengua se quemaba, cerró los ojos un instante y los abrió de repente.

-Aquí hay muchos recuadros, eso ayuda mucho- dejó la taza sobre la mesa.

Mi madre era una mujer muy pasional, ella pintaba, leía, escribía, disfrutaba de un buen tango y sumergía su alma en toda actividad que necesitara dejar parte de ella. Cuando mi padre salía de casa ella se encerraba en su habitación, de vez en cuando me dejaba pasar y me daba el honor de verla entregarse a un sueño, casi siempre estaba escribiendo en su vieja máquina para escribir, pero lo que más me gustaba verla hacer era pintar; su pincel danzaba sobre los lienzos como una bailarina de flamenco, los colores parecían explotar del pincel y su sonrisa nunca desaparecía.

-¿Dónde vamos a dormir?- Estaba girando su taza.

-Puedes dormir en mi habitación- tragué en seco.

Él no respondió, se notaba que estaba demasiado cansado como para sacar un tema de conversación.

-Puedes tomar un baño si quieres. Al final del pasillo a la izquierda- las voces salían como murmullos.

Asintió repetidas veces y se levantó de la silla mientras dejaba la taza en el lavadero, dejó escapar un bostezo y caminó hacia el baño.

La noche estaba fría así que mis manos viajaban de arriba a abajo sobre mis brazos, di un sorbo largo a lo que quedaba de mi té y deposité la taza en el fregadero, me levanté con cuidado de no causar mucho ruido -como tratando de que mi madre no escuchara- sacudí mi cabeza para apartar algunos pensamientos y fui a mi vieja habitación, antes de llegar escuché como se abría la ducha y sin querer dejé caer mi cuerpo sobre la pared. Desde mi lugar se percibían las suaves notas de su voz, al parecer esa canción no se apartaba de él.

Las notas se mezclaban con el agua cuando proseguí con mi camino. Al llegar todo estaba igual a como lo había dejado; las sábanas algo desordenadas, las gavetas abiertas, el póster de mi cantante favorito pegado en la pared y pintura de uñas color azul regada sobre el suelo. Levanté la pintura y la deposité en la papelera junto al escritorio, seguido deposité mi cuerpo sobre la cama.

Adicción || EDITANDOWhere stories live. Discover now