CAPÍTULO 2

79 5 0
                                    


Aquella noche era el primer lunes de verano. Mis padres se mudaron a una casa a doscientos kilómetros de allí. Mi madre enfermó cinco años atrás y decidieron buscar un piso cerca del hospital especializado en esa enfermedad. Así que mi casa estaba vacía. Y eso era lo que más me excitaba y preocupaba al mismo tiempo.

Al llegar a mi piso, entramos los dos.

Era un apartamento con un salón-cocina y dos habitaciones (uno a cada lado). En el comedor, con un sofá verde botella a juego con la única pared del mismo color que había frente a él (contrastando con el gris de las demás), daba acceso a un gran balcón al fondo a través de una cristalera y delimitaba con la cocina con una isleta de mármol a modo de mesa.

Junto a la entrada tenía solamente un mueble auxiliar donde dejé las llaves de casa. Con Alec en la entrada, fui directamente a la habitación de la izquierda (mi habitación). Las tres paredes que la rodeaban estaban cubiertas por un armario blanco a la izquierda, estanterías de libros junto a la puerta y dibujos y bocetos que había hecho durante mis noches de insomnio sobre la cama de matrimonio. La cuarta era una cristalera que daba también al balcón, pero que normalmente la mantenía cubierta por una gran cortina.

En una de las estanterías dejé el estuche vacío del collar y me cambié de ropa por un pantalón corto rojo y una camiseta negra de tirantes que usaba a modo de pijama.

Cuando salí vi a Alec sentarse en el sofá con la espalda recta, rígida por la tensión. Apoyó los codos sobre las rodillas y entrelazó los dedos de sus manos con la cabeza gacha.

Salí de la habitación y fui por inercia a la cocina. Quería digerir todo lo que había ocurrido, y no se me ocurría mejor manera que con un poleo menta caliente (aparte de con unas cuantas sesiones de terapia). Sobre la encimera en forma de L con fogones tradicionales que terminaba con una nevera de acero inoxidable, había un hervidor de agua permanentemente conectado a la corriente.

Alec se levantó del sofá y se sentó en uno de los taburetes de la isleta con una expresión inescrutable. Sus ojos vagaban indecisos por la cocina mientras se mordisqueaba el labio inferior con aquellos dientes tan perfectamente blancos.

¿Parecía haberle afectado el hecho de haber matado a tres personas? ¿Era por lo que yo había sufrido? ¿O porque lo había visto hacerlo? Por cada conjetura notaba cómo el pesar cubría más densamente mi pecho.

Deshice cualquier pensamiento y abrí el armario de arriba, donde guardaba las tazas.

― ¿Quieres tomar algo?

―Lara...―Un susurro delicado lleno de arrepentimiento. Tal vez estaba afectado tanto como yo. No debía preocuparme tanto entonces. Insistí con la mirada hasta que cedió con un asentimiento. ―Lo mismo que tú.

Tras dejar la caja del poleo menta sobre la isleta, llené de agua el hervidor eléctrico que tenía previamente (y también permanentemente) conectado y lo encendí. Mientras el aparato arrancaba o no a hervir, cogí dos tazas de porcelana y las dejé en el mármol. Puse una bolsita de la infusión en cada una y saqué del armario el azucarero.

Los pitidos del hervidor sonaron y vertí el agua con cuidado en cada taza. Me senté frente él disolviendo el azúcar con el repiqueteo de las cucharas chocar contra la porcelana como único obstáculo que nos separaba del silencio.

Sólo podía pensar en una cosa. Y era difícil no hacerlo. Todas las imágenes de lo ocurrido me pasaban por la cabeza a toda velocidad; la paliza a Alec, como me cogía el pandillero la cara y me levantaba la camiseta, como el otro delincuente sangraba en el suelo...

Pero sólo dudaba de una cosa...

― ¿Qué te pasó en el parque? ―Pregunté sin rodeos. Casi me arrepentí de preguntar sin pensar primero en ello. Las palabras se escaparon de mis labios como con voluntad propia.

Al Anochecer: La diosa y el mestizoWhere stories live. Discover now