Prólogo

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Durante el recorrido a la habitación, se han dejado ver las paredes mohosas de la comisaría. Seguramente, se humedecieron por las lluvias recientes, afectando a todas y cada una de las partes del edificio. Desde su asiento, Adriana observa cómo una capa de pintura amenaza con caer.

Hay dos uniformados dentro de la sala —de torturas—, uno llama al otro 'novato', que evidentemente es más joven y carece de experiencia. Será el encargado de llevar a cabo el interrogatorio, supervisado por su superior.

Adriana bufa ante el recuerdo. No es la primera vez que se encuentra en una situación similar, ha pasado varias veces por el mismo protocolo y piensa, sarcásticamente, que una más no le hará daño.

Se sorprende a sí misma al no sentir ni un ápice de preocupación o miedo. Meses antes hubiese estado temblando de nervios, temiendo que la culpasen por alguna cosa que llegase a mencionar y sonara sospechoso. Sin embargo, ha perdido la noción de lo que es ser inocente o alguien completamente culpable.

—¿Quiere comenzar?

El novato por fin ha efectuado la pregunta que formulan todos por mera cortesía. La mujer había estado esperando ansiosa a que la hiciesen hablar. Se ha llegado la hora.

—Sí.

Lo mira. Le recuerda al pobre italiano. Sin querer, el llanto comienza a escocerle los ojos y una lágrima tonta amenaza con caer. Odia ser débil, los débiles nunca ganaron nada.

Ella debe salir bien librada y para eso debe mantener la cabeza fría. Por primera vez lleva esposas en las manos, cosa que no había ocurrido las veces anteriores. Alguien murió, y la culpan por ello. No sabe hasta qué punto cooperó para que esa muerte sucediese, no hay un indicador que pinte una línea entre el limbo del bien y el mal.

El inspector de mayor edad se sienta un poco más atrás, casi pegado a la pared sucia. Frente a ella, al otro lado de la mesa, el policía más joven toma asiento y habla:

—Soy el agente Jiménez, junto con el inspector Oros, a cargo del caso Lizardi.

La interrogada suspira. ¿Cuándo el caso se volvió tan importante? Nunca imaginó estar envuelta en ello, ni mucho menos ser una parte clave para recopilar información. Recuerda todavía cuando se limitaba únicamente a un apellido: el caso Pazzo.

Los agentes policiacos. ¿Acabaría Jiménez como el italiano? ¿O tendría éxito? ¿Por fin terminaría la pesadilla?

—Bien agente —empieza mientras trata de quitarse un mechón de pelo de la frente—, no hace falta que me presente. ¿A qué hora inician las preguntas?

El muchacho titubea, cohibido por la franqueza de la testigo y posible implicada en el caso, por no decir que es la presunta culpable. ¿Quién demonios es Adriana Serrano? No hay nada que la vincule a los otros, únicamente, el hecho de que la encontraron en la escena del crimen.

—¿Conocía al occiso?

—Sí.

—¿Sabe que hay más implicados?

El hombre detrás carraspea, como si indicara que puede terminar mal el asunto. El agente está proporcionando información que cree puede servir de ayuda a la interrogada.

—Sí —responde ella, con una sonrisa melancólica—. Espero que no estén muertos también.

Los policías intercambian miradas. ¿Qué pretende? ¿Desviar la atención? Entonces, Jiménez empieza con una idea un poco peligrosa, pero sabe que si resulta como espera, pronto tendrán más información y probablemente, la resolución del caso. Consulta entre susurros a su superior. Éste aprueba.

Serrano los ve, es suficiente para ella. Usará todo lo que pueda a su favor, incluso si en eso está incluido burlarse de sus verdugos.

—Ellos tenían más determinación —suelta al aire.

Jiménez suspira, adivinando las intenciones de la mujer. No va a permitir que jueguen con su trabajo de esa forma. Aún así, apenas consigue que su pregunta salga como un balbuceo:

—C-cuénteme, ¿cómo los conoció?

Firenze 37Where stories live. Discover now