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Recuerdo que fue un miércoles, pleno ombligo de semana.

Desde que mi vida académica ―como tal― comenzó, la media semana siempre había sido muy pesada para la pequeña Adriana Serrano. Y estaba claro que eso no iba a cambiar con mi vida laboral.

Llegaba tarde, otra vez.

El tacón de mis zapatos resonaba fuerte a pesar de la alfombra caoba por la que pisaba, pasé la vista por los amplios ventanales, y finalmente enfoqué el que era mi escritorio. Muy a mi pesar, el jefe ya se encontraba esperando en el lobby. apenas me vio, comenzó a reñirme fuertemente con su gruesa voz... y su marcado acento italiano:

―¿Será acaso que quiere que la despida, señorita? ―sin esperar una respuesta, se giró hacia mi compañera― Debería ser como Claudia, ella siempre tan puntual.

―Lo siento, señor Fiori, no volverá a pasar ―me excusé tratando de mantener la vista en lo alto. Mi amiga y compañera me dirigía miradas afligidas desde lo más profundo de sus ojos azules, intentando dar condolencias.

―Eso fue lo que dijo la última vez a Margherita ―señaló mi jefe―, y lo está haciendo de nuevo.

Su mirada color chocolate, esa postura tan firme, cada parte de él era imponente. Y cómo no serlo, era el típico italiano de cabellos negros, piel blanca, fornido y muy atractivo. A pesar de ser tan agraciado, a mí siempre me había causaba miedo.

Que la bella Margherita, su esposa y co propietaria del hotel, me riñera no significaba mucho; con voz dulce me llamaba la atención y se conformaba con la misma promesa que yo le hacía, a sabiendas de que las posibilidades de que la cumpliese eran nulas.

―Lo lamento ―respondí en un hilo.

El hombre carraspeó y dio dos pasos hacia adelante para acercarse. No podía más, el nerviosismo me invadía de abajo hacia arriba. Al final, me vi obligada a apartar los ojos de la cara de Lorenzo Fiori; demasiada cercanía, demasiado miedo.

―Mañana espero verla aquí a primera hora. Si llego antes, y no la veo sentada allí, considérese despedida.

Diciendo esto, se alejó a paso acelerado, y desapareció tras las puertas del ascensor. Una vez que le perdí de vista, tuve que sacudir la cabeza y respirar profundo un par de veces para poder adoptar una buena actitud. Pasé a mi lugar de trabajo y saludé como debía a mi amiga. Las banalidades de la labor surgieron y la riña pronto se olvidó.

**

El apellido que mi padre me heredó, siempre me ha agradado. Es lo que, horas después del incidente con Fiori, explico a un inquilino.

―Tengo un nombre demasiado común, mi apellido lo es también, pero suenan mejor juntos ―solía decir a cualquiera que preguntase.

El hombre que se hospedaba en el hotel desde hacía dos semanas antes me escuchaba atento con una sonrisilla tonta dibujada en la cara. Esperaba a que le entregase el pase que debía dejar en recepción cada vez que salía.

―Entonces, ahora te llamaré Adriana ―avisó el muchacho, que es alto y bien parecido, dirigiéndome, de nuevo, una de sus mejores sonrisas.

Por mi parte, intenté no ponerme nerviosa pese a la avalancha de emociones que comenzaba a desbordarse en mi interior. Claro estaba que ese joven me atraía, no mentiré. Y sabía que yo a él. Sin embargo, estar dentro de mis horas laborales me hacía imposible dejar de ser profesional. Mucho menos con la advertencia que el dueño del hotel me había hecho por la mañana.

―Como guste, señor Quiroga ―le dediqué una pequeña sonrisa para no delatarme más―. Aquí tiene, pude pasar a su habitación.

El chico sonrió.

Firenze 37Where stories live. Discover now