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―No terminas de conocer a alguien nunca, quizá sólo lo haces cuando logras entrar en su alcoba ―había dicho mi padre alguna vez.

Era más joven entonces, e insistía en llevar a casa a una amiga que recién conocía. A mis progenitores, que la mayoría del tiempo solían rayar en la sobreprotección, no les hacía gracia alguna. Sin embargo, su hija sólo deseaba ser amable. Grande fue mi sorpresa al enterarse que mi amiga había sido descubierta robando y estaba cautiva en la correccional de menores.

Papá no hizo reclamos, ni de sus labios escuchó un "te lo dije", sólo se sentó a mi lado y sonrió.

―No tienes que preocuparte por ella, era casi una desconocida

Siendo una muchachita pequeña, asentí y lo abracé.

Años después, esta conversación volvería a mi mente, cuando me encontraba en su silla trabajando, con la vista puesta en dirección a la puerta del tocador de mujeres. Había cintas amarillas delante, impidiendo el paso, diciendo a gritos que algo terrible había ocurrido allí.

Me hubiera gustado irme a casa para no ser la compañía de aquel sitio tan lúgubre y recuperar la calma, sin embargo, mi jefe me había pedido ―ordenado, más bien― que me quedase por si había flujos. Y los hubo, claro que sí; durante tres horas, más de diez huéspedes pidieron la cancelación de su reservación y se marcharon en cuanto pudieron. Lorenzo Fiori no podía descartar a un posible nuevo inquilino luego de semejantes pérdidas.

Era la causa de que estuviera allí, con los nervios hechos nudo y sintiendo pesar por la pobre Alessandra. Era cierto, no la conocía muy bien: la mujer solía andar en silencio, sin hablar más de lo necesario y nunca la vi reír. Una sola vez la noté radiante, hablaba emocionada con Margherita.

¡Pobre Margherita! También me preocupaba ella, a pesar de no saber mucho de su vida. Era una jefa comprensiva, tan amable y siempre feliz. Una vez me contó que le hubiese encantado tener hijos, pero Lorenzo jamás accedió a ello. Siempre vio a Alessandra como su pequeña, cuidándola desde que era una piccola bambina. No podía imaginar su dolor cuando tuvo que ir a reconocer el cuerpo de su hermana.

―Es parte del protocolo ―había dicho el inspector.

Lo encontré cruel e innecesario. ¿Protocolo? Era absurdo. Yo misma casi tropecé con la difunta esa mañana. Identifiqué su rostro, a pesar de que se encontraba lleno de la sangre que en algún momento hubo de emanarle del lado izquierdo del cuello; imposible sería confundirla con alguien más, no existían muchas personas con la belleza que poseía Alessandra.

Sin embargo, todos entendíamos que las condiciones debían ser aceptadas. Así me encontraba, detrás de mi escritorio, sin hablar más de lo necesario y esperando bajo la tortura de cada segundo a que me llamasen a declarar.

―¡Adriana! ¿Cómo estás hoy? ―interrumpió de pronto una voz masculina, cortando el silencio sepulcral bajo el que se encontraba el lobby.

Lo reconocí de inmediato.

―Buenos días, Fabián. ¿Vas a salir?

―Me algra que estés bien, yo también estoy de maravilla.

En otra situación, hubiera reído por su comentario. En cada palabra podía escucharse el marcado acento argentino que tenía. Hubiese, incluso, coqueteado pese a las formalidades que tratábamos de mantener mientras yo trabajaba; pero, dadas las condiciones, sólo pude ofrecer un saludo cortante.

―Lo siento ―me disculpé―. Hoy las cosas están un poco tensas.

Con la mirada señalé a mi lado derecho al sitio acordonado, vigilado por un par de policías que charlaban animadamente, ajenos a la situación y al sentimiento lúgubre que nos invadía a todos los presentes. El argentino asintió y me regaló una sonrisa amable.

Firenze 37Donde viven las historias. Descúbrelo ahora