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El entierro se llevó a cabo en una ceremonia privada, en la que sólo se encontraban los amigos más cercanos a la familia Fiori. Margherita Pazzo se rehusó hasta el último momento, sin embargo, terminó por aceptar que los restos de su hermana se quedarían en un país que no era su patria. Se supo después que, además de los líos de traslado, sería necesario que permanecieran allí y sin ser cremados, no se sabía a dónde conduciría la investigación.

Sentada en mi habitual puesto, vi a los dolientes regresar del sepelio, nadie se encontraba más conmovido que la esposa de Lorenzo Fiori. Sería imposible que no lo fuera, ella era ―sin contar a su pareja― su única familia. Desconozco todavía las causas por las que terminaron en esa condición, pero era sabido que por mucho tiempo fueron ellas solas contra el mundo.

Entre vistas a mi ordenador y ojeadas a las personas que entran, logré divisar los rostros de los recién llegados, Barone y Boschetto. Me parecía peculiar, Alessanda Pazzo no lucía como el tipo de persona que hace amistad con un par de agentes especiales. Más curioso aún, fue su tan inesperado y misterioso arribo.

Recordaba perfectamente la tensión en la voz de mi jefe cuando le comuniqué de la llegada de sus invitados, y todavía retengo en la memoria cada una de las palabras de su extraña orden:

―Escúcheme bien Serrano ―decía a través de la línea―, va a fingir que hace el registro de costumbre, por lo bajo les dirá que sólo anoten su nombre y que los traerá a mi oficina, ¿entendido?

―Claro señor ―había respondido yo.

Con manos temblorosas seguí las indicaciones, sintiendo pánico cuando noté que habían escrito nombres distintos en el cuaderno. Evité mirarlos de frente, con prisa dejé a los dos hombres frente a la puerta de la oficina de Lorenzo, justo después de que este abriera y me dijera que podía marcharme.

Casi veinticuatro horas después volvía a verlos andar con expresión seria, siguiendo de cerca a mi jefe sin que este se incomodara por su presencia. Cuando el grupo abandonó la sala, se quedó únicamente el hombre de estatura más baja. Sin saber por qué, me tensé aún más, a pesar de que este se encotrara mirando a través de las ventanas casi ignorando mi existencia. Aún con los ojos en la pantalla, escuché como se acercaba a mi escritorio.

―Señorita, può aiutarmi? ―preguntó luego de carraspear.

―Por supuesto ―respondí de forma firme, tratando de mantener la compostura. Por toda la tensión y los nervios del día anterior, sentía que explotaría si una persona más llegase a hablarme con acento italiano― ¿qué puedo hacer por usted?

―Trabajo para la policía italiana, ayer aquí asesinaron a una ciudadana de Italia.

¿Tan necesario es que lo repitan cada tres segundos?

―Hago una investigación ―continuó con tono pausado, como si meditara por segundos las palabras que tenía que decir―. Hay personas que no quieren que haga... que hagamos esto mi compañero y yo.

Sin poder evitarlo, abrí la boca con intenciones de decir que no encontraba lógica en las palabras que él dice, realmente, no comprendía a dónde quería llegar con eso.

―Señor... ―empecé.

―No ―cortó el hombre, evidentemente leyendo la confusión en mi rostro―, quiero que me ayude, per favore, usted ve a mucha gente entrar y salir de aquí.

No pude evitar que un "oh" de alivio saliera de mi boca, esperaba algo más parecido a una evacuación en todo el hotel o que me citaran a declarar nuevamente. Sin embargo, me mantenía sin comprender de qué manera debía ayudar.

Firenze 37Where stories live. Discover now